Las dos potencias evalúan la posibilidad de crear un impuesto que grave la riqueza de los más poderosos, para tratar de compensar las cuentas públicas ante el aumento del déficit fiscal, que alcanza niveles de tiempos de guerra. Los ciudadanos comunes exigen que la crisis la paguen los ricos, quienes en algunos casos hasta aumentaron sus fortunas con el coronavirus.
Después del pico de infectados y muertes por coronavirus, el Viejo Continente avanza en el desconfinamiento, y con él se reavivan los conflictos políticos y económicos. La pandemia dejó un saldo de cientos de miles de muertos, pobreza, desempleo masivo y depresión económica. Por eso, el debate que tiene en vilo a dos de las potencias más importantes, Francia y Gran Bretaña, tiene que ver con quién va a pagar los costos de la crisis.
En estos países los Estados se hicieron cargo del paro total de la economía, subsidiando empresas, comercios y creando asignaciones para los desocupados. Pudieron hacerlo porque cuentan con sistemas de protección social de avanzada, si bien es cierto que están en proceso de desarticulación, a raíz de la implementación de políticas neoliberales desde hace ya más de 30 años. No obstante, el esfuerzo fiscal ha sido enorme y las desigualdades se acrecentaron, porque creció la pobreza y una minoría de empresarios y banqueros se enriquecieron.
Por el lado de Francia, el reclamo por justicia tributaria había sido uno de las demandas de los «chalecos amarillos» -manifestantes de clase media periurbana que salieron a las calles de Francia en 2018 y 2019 para reclamar mayor justicia social. El presidente Macron en 2018 suprimió el impuesto sobre la fortuna (ISF), lo que le valió el epíteto de «Presidente de los ricos», creando una gran polémica pero luego el tema se dispersó. Pero ahora se reavivó con más fuerza que nunca: líderes sindicales y políticos de izquierda reclaman la reposición del ISF o la creación de un aporte excepcional. El tema fue tapa el jueves 11 del diario Le Monde, el de más tirada de ese país.
En el caso de Gran Bretaña, funcionarios del gobierno de Boris Johnson están manteniendo reuniones con grandes ejecutivos de bancos y grupos empresariales, sondeando sus reacciones ante la posibilidad de un gravamen a sus patrimonios. Todos saben que será inevitable, porque la economía no va a repuntar de manera rápida, la clase media y baja están empobrecidas y lo que es más importante, hay consenso popular: más del 60% de los británicos está a favor de un impuesto a las fortunas de más de 750.000 libras.
También en Sudamérica el tema comienza a debatirse: Argentina busca sancionar una ley que -de manera excepcional- imponga un aporte sobre las grandes riquezas. Al borde del default y con problemas económicos que arrastra desde el anterior gobierno, el presidente Alberto Fernández busca recaudar US$ 3.000 millones para poder llenar el agujero fiscal que produjo la cuarentena, dada la merma de ingresos públicos y el aumento del gasto por la crisis sanitaria y económica.
En el caso de Paraguay, pocos argumentan a favor de gravar el patrimonio de los más poderosos. A contracorriente del mundo, políticos nacionales plantean una reforma del Estado que «achique el gasto público», en lugar de proponer una revolución fiscal que descomprima la carga tributaria de los más pobres y empiece a afectar a los grandes grupos empresariales, quienes producen utilizando el suelo y la infraestructura de nuestro país y casi no aportan a su reproducción.