Paranaländer, columnista cultural, nos ofrece su interpretación del impacto personal que tuvo para un etnólogo francés su trabajo de campo con las comunidades guayaki del Paraguay.
Por: Paranaländer
En enero de 1965, Lucien Sebag, un etnólogo alumno de Levi-Strauss, se dio la muerte disparándose una bala de revólver en el rostro. En la mesa, dejó una carta dirigida a Judith Lacan, la hija del famoso psicoanalista francés, de quien se había enamorado mientras era analizado por el padre.
De febrero a setiembre de 1963 vivió con los guayaki del Paraguay. «Wachu (ciervo) es mi nombre indígena», nos cuenta el propio Sebag durante los análisis del sueño de Baipurangi, la joven aché que ofreció su material onírico para al antropólogo, en ocasión de su visita al campamento de Arroyo Morotĩ (San Juan Nepomuceno, Caazapá), acompañado por Pierre Clastres y su esposa, Hélène.
Todos los días Baipurangi le cuenta sus sueños, incluso hay uno donde sueña –ella que tuvo 2 maridos simultáneamente, permitido dentro de la poliandria aché- que tiene sexo con el antropólogo y le da una hija.
Clastres publicó su Crónica de los indios guayaki (1972), donde se siente la sombra de Sebag planeando como otro «personaje» o póra, junto a las peripecias infinitas de Baipurangi y sus maridos: «Jakugi es un hombre pacífico. En ciertos momentos sufre al saberse engañado. La apetitosa Baipurangi, su joven mujer, es incapaz de decir que no y olvida con frecuencia al buen marido que tiene: él siempre está en la selva persiguiendo la caza, buscando nidos de abejas o recogiendo larvas. A ella no le falta nada y sin embargo no está contenta. Él podría pegarle, pero no lo hace. ¿Quién toca la flauta tristemente al caer la noche? Las cinco notas puras salen de los tubos de caña. Llaman delicadamente a la mujer que no quiere seguir durmiendo con su marido y que se ha refugiado un poco más allá, en el tapy de sus padres. Cuando siente pena, Jakugi no se pone violento: coge su flauta. Y sin embargo se le llama brupiare: es un matador».
Queda la impresión de que Sebag, por el poder mágico de su depresión, relacionó las imágenes de Judith Bataille Lacan y de Baipurangi, mixturándolas en una suerte de «Judith aché», y que el amor de Sebag por la parisina se metonimiza sobre la joven habitante del remoto monte paraguayo– y viceversa, que Judith –alguien cuyos sueños tanto quería oír y comprender– se vuelve para él una aché urbana, Baipurangi parisina.