En un nuevo envío, nuestro columnista Paranaländer parte de la banda sonora de La Misión, realizada por el recientemente fallecido Morricone, para comentar dos textos relacionados: La tierra sin mal y El Tigre Azul.
Por: Paranaländer
Murió Morricone, creador, entre otras genialidades, de la banda sonora de La Misión. Esto me lleva a dos novelas que tratan el tema del experimento jesuita del Paraguay (comunista lo llamaron Unamuno y Blas Garay). Hago zoom sobre los padres, Torres, Montoya, el mártir Santacruz, el Pontífice, los bandeirantes, los indios caazapás, etc. Todos estos personajes provienen de Las cartas anuas que hicieron de fuente tanto de La tierra sin mal (2006) del español Jesús Sánchez Adalid, como de El tigre azul (segunda parte de su trilogía Amazonas) del alemán Döblin (1938). Recordemos que Döblin, de gran prestigio literario, se convirtió al catolicismo para huir de los nazis. El Tigre azul es su libro de la conversión. (En la imagen escaneada de El Tigre azul se puede leer el diálogo del Pontífice con los enviados de las misiones).
En el fragmento que sigue, leemos el diálogo donde se perfila la imagen de la tierra sin mal muy próxima de las utopías, sobre todo, a la de Moro.
“En ese momento, Enrique pensaba en el yvymaranéÿ, la Tierra sin Mal de los guaraníes. El lugar no comparable de manera exacta con nuestra noción de eternidad ni de cielo y que percibía como un espacio físico de juventud y felicidad. Para él, se había convertido en la razón de su lucha. Era una convicción particular de que la última palabra no la tiene el momento presente, con su carga de fatalidad y dramatismo, cuando los males dan la cara. Ni el dolor físico o espiritual, ni la separación, ni la misma muerte son el único horizonte. Aunque la realidad que le toque vivir a muchos hombres de este mundo sea la incertidumbre, la inseguridad, el caos, incluso la muerte; nuestra relación con la tierra es tal que aspiramos al mundo nuevo por variados caminos. El mañana es incierto; pero ese sueño es una fuerza interior capaz de saltar barreras de todo tipo, para tener la osadía de creer y soñar en ese mundo nuevo, aunque no se perciba por la estrecha ventana de la realidad del momento —Yo se lo explicaré. No se obsesione vuestra paternidad con el sueño de Tomás Moro; ya le digo que es el sueño de muchos hombres. Su Utopía es literatura, insisto. Hay otros que ya han hablado de cosas semejantes: Lo infinito de Ludovico Agostini, escritos en los cuales se habla de un estado ideal y de una república imaginaria; la Reipublicae Christianopolis descriptio, de un protestante llamado Valentín Andreae, teólogo luterano; y, recientemente, Ciudad del sol, de Tomás Campanella... Por no hablar del consabido ideal de república de Platón o De Civitate Dei de san Agustín. Pero... ¿cuál de estas obras nos dice cómo hemos de llegar a esos estados de perfección? ¿Se da cuenta? Nos dicen el «qué», pero no hablan del «cómo». —No estoy del todo de acuerdo —replicó Enrique—. Moro expresa con claridad que la manera es suprimir el dinero y la propiedad privada. Llegando a la posesión en común de los bienes se alcanza un estado en el que las instituciones puedan hacer posible que se viva la regla evangélica; la fraternidad y la igualdad de los hijos de Dios. —¿Y cómo suprimimos la propiedad privada? — Enrique se quedó callado. Ambos sabían que sólo hay una manera: la violencia. Levantarse contra los hombres que esclavizan, explotan y abusan beneficiándose del trabajo de los otros. La defensa armada del modelo ideal era la única solución posible. —La violencia sólo engendra violencia —sentenció gravemente el padre Torres. —Pero hay veces que la defensa es la única salida —contestó Enrique—. ¿Debe el hombre dejarse esclavizar y matar, padre? ¿Eso es lo que Dios nos pide? —No, desde luego que no. Pero no somos nosotros quienes debemos ejercer esa fuerza. No es nuestra misión. —¿Y cuál es nuestra misión? —Mostrar el camino —contestó muy seguro el provincial—. “ De La tierra sin mal, Jesús Sánchez Adalid, 2006