El escritor Derian Passaglia continúa escribiendo sobre la temática del bosque, esta vez comentando a un poeta chino del siglo I, perteneciente a la dinastía Tang: Wang Wei.
Por: Derian Passaglia
La poesía china de la dinastía Tang condensa, atrapa el espíritu de la naturaleza en el arte como ningún otro arte, movimiento o estética alcanzó en la historia de la humanidad. Lo loco es que no usó otro recurso más que la imagen, una imagen particular. Tal como yo la entendía antes de leer poesía china, la imagen suponía una quietud de las cosas en un momento fijo del tiempo, como en una foto, o mejor, como una caricatura donde determinados rasgos se tipifican hasta volverse esquemáticos y graciosos. Sencillez y profundidad caracteriza a la poesía china de la dinastía Tang. Más que sencillez, o a pesar de la sencillez, me obsesiona la profundidad. Una imagen que no es solo una foto ni una postal ni una viñeta donde dos o tres colores y cuatro líneas forman el sendero a una montaña. En la imagen de la poesía china se está dentro del sendero de camino a la montaña, rodeado de bambúes y gaviotas, atravesados por la luz del ocaso que se filtra entre las ramas y se refleja en las ondas de agua del arroyo. La poesía china de la dinastía Tang inventó la imagen.
Me ahorro el problema de la traducción de la lengua china, que se puede consultar de forma resumida en Nineteen Ways of looking at Wang Wei, de Weinberger y Paz. Traducir de una lengua oriental a una occidental supone un cambio de paradigma en la forma de conceptualizar el mundo. Los caracteres chinos -compuestos de ideogramas, fonogramas y pictogramas- no pueden establecer una equivalencia con palabras ni aún con sílabas de una lengua romance o anglosajona. Un solo caracter puede ser un nombre, un verbo o un objeto. Hay también ausencia de tiempos verbales. Lo que pasa, ya pasó y pasará, un presente eterno en el que confluyen pasado y futuro. Como tampoco se marca la categoría de número, una rosa es todas las rosas. Rara vez se usa la primera persona gramatical del singular, de manera que la experiencia se vuelve universal e inmediata al lector. Un caracter ofrece un concepto, que se traduce como una imagen: una montaña, un río, vacío en el paisaje.
Wang Wei es el poeta que alcanza una fusión completa con el paisaje natural hasta desintegrarse en él. Su punto de vista no es el de un sujeto que habla por las cosas, como en la visión romántica, sino el de alguien que observa la naturaleza hasta volverse aire, remolino de viento que mueve las magnolias y los frutos de los árboles que caen sobre el sendero a la montaña, un rayo oblicuo de sol, el último, que permanece un momento atrapado en el río. De los cuatro elementos, y quizá por eso de alguna forma me vea reflejado en él, Wang Wei es el aire, el mismo elemento que rige mi signo solar. El aire junta la tierra y el agua, los acaricia, los hace conscientes del paso del tiempo, los mueve suavemente, erosiona sin apuro la piedra, hace fluir al agua. Al fuego le rehuye, el aire evita lo que quema. Atrapa el instante, lo suspende en un único momento, siempre el mismo, siempre diferente. Cada palabra de Wang Wei debe leerse como aire: un elemento invisible que posibilita la vida.
En su época fue un músico y pintor famoso. Algún estudioso de su obra lo llama el pintor de la palabra. La frase parece ajustada si se tiene en cuenta que los caracteres chinos dan la impresión de trazos que forman dibujos sobre la hoja. Más linda me resulta la definición de Daniel Durand, que pronunció una noche en un departamento de la calle Viel, a media cuadra del Parque Rivadavia. Cuando escribe, Wang Wei está pintando y componiendo música. Las artes confluyen en él de una manera que sólo se produce en el arte clásico, en las grandes formas, en un momento en que el arte se integra a la vida cotidiana. Si un visitante inesperado llegaba de visita inesperada a la casa de Wang Wei y no lo encontraba, le dejaba a modo de aviso un poema improvisado bajo la puerta. De pueblo en pueblo, los poemas de los poetas de la dinastía Tang circulaban entre las gentes y se cantaban como canciones de cancha en un ritual solemne, acompañado del guzheng, instrumento de cuerda tradicional. A veces en algún bar una pared escrita reproducía los versos de un poeta y alguien, borracho de vino en jarras de jade, se subía a un caballo y se iba recitándolo. El dato que me fascina es el siguiente: para ser aceptado en la corte imperial, el postulante debía rendir un examen sobre poesía. Los mejores poetas y letrados de la dinastía Tang trabajaban como funcionarios del imperio.
Ninguna pintura de Wang Wei se conserva. Se cree que en siglos posteriores algunos artistas reprodujeron su obra. Las técnicas innovadoras que aplicó a la pintura, en cualquier caso, sobreviven en su poesía y alimentan el mito. Julio César Abad Vidal habla de dos: el uso de rollos de seda extensos, que borra el punto de vista único, y la monocromía, que reduce el color a una única tinta y realza, obliga a desarrollar nitidez en contornos, figuras y espacios. En las reproducciones se ven líneas, líneas sinuosas que se van desplegando a lo largo del dibujo. Esas líneas crecen, doblan o siguen rectas. Momento después la intuición se transforma en certeza: son las líneas de una montaña, de una cordillera de montaña a lo lejos, al pie hay una casa, hecha también de líneas más estables, menos nerviosas. En el dibujo se pueden ver la montaña y la casa, se pueden ver solo las líneas, o se pueden ver las montañas, la casa y las líneas al mismo tiempo. El ojo accede a una dimensión profunda, tridimensional, en la que el espacio y el tiempo se fusionan y convergen. La semejanza quizá no sea tan acertada, pero es la que me trae mi imaginación dispersa. Me imagino una pieza empapelada de los años 60, una pieza vacía y de colores chillones, vivos, amarillo, rojo y azul, o verde, gris y turquesa, colores que llenan figuras, las figuras son rombos y cuadrados, líneas rectas. Una pieza en la que no se sabe qué mirar porque todo alrededor es igual y distinto, las líneas y los colores salen de las paredes y vuelven a ella, rodean la mirada, la encierran y la liberan en el mismo acto. Si se reemplaza la pieza por un libro y el empapelado por palabras la metáfora, un poco burda, describe un poema de Wang Wei.
La influencia del tao y el budismo es determinante en su visión de la naturaleza. No es de mi interés extenderme sobre estos elementos presentes en su obra, largamente tratados por la literatura crítica. Basta con saber que en el taoísmo el hombre y la mujer son partes integrantes de la naturaleza. El fin de esta filosofía es el conocimiento de sí mismo para revelar aquello que no es parte de uno, el no yo. La contemplación de la naturaleza adquiere un sentido trascendental, ya que es la fuente de conocimiento del propio ser. Una piedra, el musgo verde, flores de loto, un lago, una orilla, sombras y ondas cristalinas, viento de primavera, lluvia de otoño, el silbido del viento, una garza blanca, aguas claras, cañas verdes, la luz brillante de la luna es la suma de lo que no soy yo. Esta separación es paradójica para el sujeto, y acá es donde hace su aparición el budismo, la otra influencia religiosa.
Con la presencia de la tradición budista en la poesía de Wang Wei entramos en el terreno de los símbolos. La existencia ilusoria del yo provoca sufrimiento. Todo es mutable, nada permanece. La meditación provee una técnica para revelar la conciencia del vacío. Las montañas de Wang Wei casi siempre están vacías; ecos y voces son los únicos rastros de una sociedad que está en otra parte, en algún lugar lejano del mundo, más allá de las flores, las mariposas y el río. El sendero del monte Shang ni siquiera los leñadores lo conocen. Solo Wang Wei penetra secretamente oculto, en lo más hondo del ser, donde nadie puede acceder. A veces se deja ver alguna lavandera a lo lejos; otras es el bote de un huésped amable, probablemente un monje que llega a tomar vino y a meditar, el que irrumpe el vacío, un vacío permanente y luminoso, que pareciera posarse como pájaros sobre las ramas y el lago y los bambúes. Mira la luna y la luna lo ilumina. Los bosques de Wang Wei están vacíos, y en ese vacío reposa el ser, que va hacia el encuentro con la Verdad. Esta ausencia de cosas en la naturaleza provoca la sensación de que tampoco el sujeto está presente, Wang Wei, al que imagino escribiendo poemas con los ojos cerrados y en posición de flor de loto al atardecer, cuando la luz se suspende entre las ramas y las montañas de otoño retienen los rayos vespertinos, en un lugar donde no hay lugar para la bruma. En ese vacío, entonces, en ese momento preciso de iluminación los objetos aparecen delante del lector como si no hubiera nadie que los mirara, no puestos delante como una visión fantástica o un rapto de pasión y lucidez por las cosas, sino las cosas en su realidad, como aparecen delante nuestro ahora, solas y mudas, en el momento en que escribimos y leemos: un vaso vacío manchado con pulpa de jugo de naranja, en mi caso, una botella plástica Villavicencio cargada con agua de la canilla, abierta, la tapita verde sobre la mesa, el control remoto al filo de una punta, el libro de Wang Wei en la edición de Hiperión a mi derecha, el celular a la izquierda, un papel de rollo de cocina abollado con mocos, la gata sobre las piernas, el sol sale y se esconde, el ruido de las sirenas, el ruido de los autos, la vibración del celular, el motor de una heladera a lo lejos, este momento, el momento presente, el momento que es llano y vulgar, y que no tiene nada de poético, y el tiempo sigue pasando y no estoy ajeno a esa conciencia, porque estoy experimentando el momento presente, lo suspendo sobre la página, lo hago durar, lo siento llegar, atravesarme e irse, llegar, atravesarme e irse, llegar, atravesarme… Objeto y sujeto fusionados en Wang Wei revelan el presente, que es también el pasado y será también el futuro. Para el barroco clásico, la fugacidad de la vida es nada más que un tema; en Wang Wei es una experiencia de lectura.