Martín Duarte nos presenta el pensamiento de Michel Foucault desde su crítica al humanismo y su concepción de la historicidad, cuestiones trabajadas en el libro Vigilar y Castigar, que el filósofo francés publicó en 1975.
Por: Martín Duarte
Se puede decir que el humanismo, en sus diferentes variantes -humanismo liberal de la persona, el cristiano, el socialista, etc.-propone una esencia del hombre, y que la misma se despliega en la historia, manteniéndose idéntica a sí misma.
Una de los críticos más implacables de dicha tradición fue el francés Michel Foucault quien, entre varias cuestiones, propuso pensar en una nueva historicidad, anclada ya no en las grandes continuidades, sino más bien en los límites, los umbrales y las mutaciones en el registro de lo decible y lo visible.
Contra la idea de una identidad nunca alterada por su despliegue temporal, Foucault pone en duda la supuesta pureza originaria del Hombre. En su libro Las palabras y las cosas, afirma que el hombre es solo una “invención reciente, una figura que no tiene ni dos siglos, un simple pliegue en nuestro saber y que desaparecerá en cuanto éste encuentre una nueva forma”.
¿Por qué una invención reciente? Porque lo se busca señalar es el desacuerdo entre las palabras y las cosas, la manera en que aquello habilitó un espacio para la indagación de las prácticas discursivas y extradiscurisvas. Ese es el camino propuesto para pensar como en un momento dado surgieron diferentes objetos, entre ellos la idea misma del hombre.
Frente a una concepción histórica en clave acumulativa o evolucionista, deudora de filosofías de la historia que someten la singularidad del acontecimiento a teleologías preestablecidas, Foucault contrapuso un abordaje crítico, con el objetivo de dar cuenta de las relaciones de poder, así como de las configuraciones de verdad que dan lugar, entonces, a subjetividades heterogéneas, mas no ya al hombre global del humanismo.
Para esta perspectiva, el hombre, pues, no es una esencia que deba ser recuperada, por ejemplo mediante la desalienación redentora y vuelta a un hipotético origen perdido. Más bien, el hombre es un emergente del juego de sus propias rupturas, de su dispersión en un espacio histórico configurado por relaciones de poder y de verdad.
Por un lado, se trata de indagar sobre los discursos de verdad a través de los cuales nos constituimos como sujetos de conocimiento. Por otro lado, íntimamente ligado a lo primero, de pensar el modo en que el poder penetra nuestros cuerpos, la historia de nuestras sujeciones. Ambos puntos dan como resultado la articulación de las formaciones discursivas de saber y de las diferentes economías de poder, en los términos de Foucault, entre la arqueología y la genealogía. Bajo ese horizonte, el pensador francés construye una nueva historicidad, un nuevo modo de comprender nuestro ser; quiénes somos, cómo conocemos, etc.
Estas indicaciones, trabajadas en textos como Las palabras y las cosas, Arqueología del saber, Nietzsche, la genealogía y la historia, son movilizadas en Vigilar y Castigar, celebre trabajo de Foucault en el que se analiza el nacimiento de lógica moderna del poder.
Por ejemplo, en el capítulo “El castigo generalizado” se explica que el suplicio, técnica punitiva asociada al poder del soberano, pasa a ser cuestionado ampliamente en la segunda mitad del siglo XVIII, tanto entre teóricos del derecho como filósofos y juristas, etc. Es decir, se asiste a un cambio en la percepción de ese modo de castigar en el cual el criminal era condenado en tanto enemigo del poder soberano. Se trata, pues, del movimiento de los grandes reformadores del sistema penal. Ahora bien, las preguntas de Foucault son: ¿por qué ocurre esta mutación, por qué proliferan nuevos discursos que condenan el suplicio como práctica punitiva? ¿cuál es el enigma que esconde esta nueva benignidad en las penas?
Lejos de ser fruto de una nueva “sensibilidad” que condenaría como inhumano el ritual del suplicio, se trata para Foucault de una nueva economía del poder, asociada a múltiples transformaciones en el ámbito político y económico.
Por un lado, se busca restringir el sobrepoder del soberano, su arbitrariedad, su irregularidad judicial. Leemos en Vigilar y Castigar que: “Se afirma la necesidad de definir una estrategia y unas técnicas de castigo en las que una economía de la continuidad y de la permanencia reemplace la del derroche y del exceso. En suma, la reforma penal ha nacido en el punto de conjunción entre una lucha contra el sobrepoder del soberano y la lucha contra el infrapoder de los ilegalismos conquistados y tolerados”. Por otro lado, se asiste a un momento histórico de desarrollo de la producción, aumento de las riquezas, mayores niveles de vida y unas relaciones jurídicas que contemplan la propiedad como el valor supremo a defender.
En ese contexto, el suplicio pasa a ser visto como fuente de rebeldía, como lugar de ilegalismos populares (congregaciones alrededor del suplicio, abandono de los lugares de trabajo, etc.) puesto que se hace participar activamente al pueblo en dichos rituales.
Al mismo tiempo, Foucault apunta que durante el surgimiento de nuevas formas de organizar el poder, se constata un paso de la criminalidad de sangre a una de fraude. Esto significa que se multiplican los ilegalismos que atacan los bienes de las personas, más que sus cuerpos: “Con las nuevas formas de acumulación del capital, de las relaciones de producción y de estatuto jurídico de la propiedad, todas las prácticas populares que procedían, ya bajo una forma tácita, cotidiana, tolerada, ya bajo una forma violenta, del ilegalismo de los derechos, se han volcado al ilegalismo de los bienes”, afirma Vigilar y Castigar.
Por lo tanto, se trata de una nueva economía del poder y de una nueva economía de los ilegalismos. Foucault explica que el proyecto de los reformadores tiene como objetivo “hacer del castigo y de la represión de los ilegalismos una función regular, coextensiva a la sociedad; no castigar menos, sino castigar mejor; castigar con una severidad atenuada quizá, pero para castigar con más universalidad y necesidad; introducir el poder de castigar más profundamente en el cuerpo social”.
Entonces, el cambio del suplicio a la benignidad de las penas no remite a una conciencia o espíritu humanizado, sino más bien a nueva estrategia del poder de castigar. Se asiste así a una reorganización en la economía del poder de castigar que responde a nuevas exigencias históricas: surge el criminal ya no como enemigo a título personal del soberano sino como enemigo del cuerpo social en su conjunto.
Se pasa de una concepción del crimen como agresión al soberano a la del crimen como agresión a la sociedad, concebida bajo la rúbrica del contrato social. A través de la descripción de los discursos y el análisis de las nuevas relaciones de poder que se despliegan con el avance del capitalismo, Foucault da cuenta de la mutación histórica en el sistema judicial de la época. Es una nueva manera de castigar que responde a nuevas construcciones de verdad y nuevos modos de sujeción.
Aparece así el hombre sin mayúsculas, no como una esencia inmutable, sino como construcción histórica y efecto de poder-saber, resultado de nuevas prácticas judiciales y nuevos discursos acerca de la criminalidad (aparición del criminal-enemigo del cuerpo social). Vigilar y castigar muestra cómo la construcción del objeto criminal es efecto de prácticas de poder y discursos de verdad, que implican recategorizaciones y puesta en juego de nuevos papeles, más que de una continuidad acumulativa que arrojase por resultado la humanización de las penas.