Derian Passaglia reseña hoy para los lectores de El Trueno el Borges de Bioy Casares, un monumental diario donde se narra la intimidad de la escena literaria argentina del siglo XX.
Por: Derian Passaglia
Estamos en el año 1966, en una noche de septiembre, todavía no es primavera pero seguro que ya se puede adivinar en el clima, en los árboles, en el aire. Anota Bioy: “Comen en casa Peyrou y Borges. Éste, de sobremesa, se quita la dentadura postiza y asume, sin conciencia del hecho, una expresión desusada: ojos redondos, ligeramente sorprendidos, ancha y delgada y amarga boca de buzón. Peyrou lo mira, me mira, sonríe”. La escena es impactante y difícil de olvidar porque muestra al mejor escritor argentino de todos los tiempos desvaído, rozando lo patético, desnudo en una intimidad compartida entre amigos. Sacada de contexto, vuelve a Borges un personaje de caricatura, pero puesta en relación a las mil y pico de páginas del diario cobra un sentido y una potencia única. En todo momento, Bioy escribe con una naturalidad que vuelve al lector partícipe de una conversación en la cocina del show de la gran tradición literaria de la Argentina. Hay que atravesar entonces un prejuicio: no es un diario sobre Borges, no es un diario cuyo tema es Borges (o no sólo), sino uno de los textos donde lo público y lo privado fuerzan sus límites hasta redefinir el género “diario íntimo”. Borges, parece, jamás se enteró de que su mejor amigo escribía obsesivamente sobre él.
Más que un diario, entonces, estas páginas se convierten a fuerza de repeticiones y encuentros semanales en un registro de qué y cómo lee la gran literatura argentina del siglo XX, del modo en que trabaja un escritor consagrado. A veces, Bioy y Borges se reúnen a leer primeras y últimas páginas de clásicos; otras releen cuentos, recitan poemas, critican a Mallea, a Mastronardi, escriben relatos a cuatro manos. El diario funciona así como un manual de estilo porque muchas de las opiniones que Bioy elige anotar tratan de la forma en que Borges concibe la literatura: conviene un estilo oral, prescindir de los paréntesis, priorizar el argumento antes que el estilo o los caracteres, etcétera. La trama de estas opiniones que va hilando Bioy forman una especie de taller de la invención del propio Borges. A lo largo de los años, además, sus preferencias no cambian, y los escritores que ama se pueden contar con los dedos: Kipling, Stevenson, Conrad, Samuel Johnson… Este conjunto de restricciones que desarrolla el diario conforman el gusto de Borges, que es mucho más que simplemente gusto, porque se vuelve una perspectiva que podríamos llamar por comodidad borgeana. Sin darme cuenta, a veces me encuentro leyendo libros según la perspectiva borgeana: “no, esto no le gustaría a Borges; esto sí; ¿qué diría Borges sobre esto?”.
Un par de cosas sueltas más. El libro es divertidísimo porque parece que estamos en el piso de Intrusos en el espectáculo del ambiente literario del momento. Bromas, chicanas, pases de factura, resentimientos. Si bien prima el carácter oral, en ocasiones puede verse a Bioy metiendo la mano en alguna respuesta demasiado asertiva, en una contestación justa. Surge la pregunta sobre la veracidad de los dichos, de las situaciones, del grado de ficcionalización con que Bioy construye su own private Borges. El talento de Bioy está en el modo en que selecciona el material disponible de ese gran acervo de la cultura y la literatura que es la máquina cerebral de Borges. Así, el personaje que se arma complementa a la figura pública, más que plantearse como su reverso exacto, y juega también con el mito.
Un nivel que me gusta del diario es el metaliterario. Bioy sabe que es un segundón, que el más capo de los dos, el exitoso, el escritor de prestigio, es Borges. La evidencia lo avala, la gente hace libros sobre él, le entregan premios, lo invitan a dar clases y conferencias a los Estados Unidos. Bioy mismo escribe un diario sobre su mejor amigo. A mediados de la década del 70, llevan ya más de treinta años de amistad. Bioy no solo registra los dichos de Borges, sino que también para esta época lo rectifica, le encuentra sus puntos débiles, remarca sus obsesiones, señala el momento en que Borges inventa una anécdota o delira sobre algún tema que toca de oído. Esta grieta (qué palabra que ya no se puede usar más) que se abre en el diario muestran a un Bioy que va perdiendo progresivamente la objetividad para situarse en un lugar importante con respecto a Borges: sabe que es una de las personas que más influye sobre él.
Sin querer, quizá por la ceguera, Borges mea el baño de Bioy, se queda en pelotas en el mar, sufre por algún amor no correspondido, habla mal de casi todo el mundo. Es como si Bioy hubiera querido llevar a cabo un argumento borgeano de atribuciones falsas y citas erróneas, a través de la fascinación que le producía su amigo. Al mismo tiempo, Bioy fija una leyenda. Hay una conciencia muy grande del lugar que ocupa Borges en la escena literaria argentina, y también del papel que el propio Bioy decide representar en su vida. Como un Sancho millonario y aristocrático, fiel ladero, Bioy es el maestro que Borges reconoce como tal, un narrador testigo que guía las acciones del verdadero personaje principal con consejos y advertencias sobre amigos, trabajo y mujeres, este último el tema que más conoce Bioy en el mundo. Otros personajes recurrentes como Peyrou, los hermanos Dabove, Ema Platero Risso, Estela Canto, la madre Leonor o Norman Di Giovanni, y algunos escenarios que insisten en aparecer como la casa de Bioy, la SADE, las tertulias o reuniones con Victoria Ocampo que tanto aburrían a Borges, nos dan la posibilidad de leer el diario como la novela de una vida. Biografía, diario, novela: de esa trinidad, y en ese cruce de géneros, Bioy produjo un artefacto literario único.