Derian Passaglia continúa narrando las irrupciones volcánicas del Monte Pelée de la isla de Martinica en 1902. Esta vez bajo la sombra de una de sus supervivientes: Hivrila Da Ifrile.
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Por: Derian Passaglia.
La catástrofe volcánica de 1902 se relata desde los días previos. En Ancho mar de los sargazos, novela de Jean Rhys, hay un personaje originario de la Martinica. Se ambienta en una Jamaica poscolonial de las primeras décadas del siglo XX. A los blancos les dicen cucarachas blancas. Andate, andate, cucaracha blanca, nadie te quiere acá, andate, le canta una niña a la narradora. Christophine, la mujer de la Martinica, fue uno de los regalos de bodas que le hizo el padre de la narradora a la madre. Christophine se encargaba fundamentalmente de rizarle el cabello a la protagonista. A diferencia de la familia a la que pertenece, Christophine era negra, negro-azulado, se aclara, con la cara muy delgada y las facciones alargadas. Se vestía de negro y usaba pesados aros de oro y un pañuelo amarillo cuidadosamente anudado y con las puntas colgando delante. En Jamaica, Christophine era la única mujer que se vestía así y era la única también que se ataba el pañuelo al modo de la Martinica. Tenía la voz grave y grave la risa, y a pesar de que sabía hablar buen inglés y buen francés y patois, que es una variedad lingüística oral de ámbitos geográficos rurales, Christophine se esforzaba en hablar como las demás negras. La narradora le pregunta a la madre si Christophine siempre había sido tan vieja o si había estado desde siempre con ellos, y la madre le dice que no, que no sabía la edad pero que cuando la llevaron a Jamaica era muy joven. Si estaba de buen humor, Christophine le cantaba canciones a la narradora, que ella no siempre entendía porque eran en patois. Le enseñó una que decía:
Los pequeños crecen, los niños nos dejan, ¿volverán algún día?
También le canta otra que habla de la flor del cedro, que solo dura un día. Según la narradora, la música era alegre, pero las palabras tristes, y la voz de Christophine a veces se estremecía y se quebraba en la nota alta. Havivra Da Ifrile pertenece a este mundo.
En el clásico de serie B I walked with a Zombie, del director Jacques Tourneur, la esposa de un rico con plantaciones en una isla de esclavos paradisíaca escucha el llamado de los tambores allá afuera, que resuenan sin parar, día y noche. ¿Quién golpea con tanta insistencia esos tambores, tatam-tatam, tatam-tatam, que van deteriorando la psicología de los personajes hasta provocar una ansiedad desesperante? El espíritu de la esposa es como si se vaciara y lo único que quedara de ella fuera un cuerpo, que camina con el ritmo de los tambores, hacia los tambores. Tatam-tatam, tatam-tatam. Persigue el sonido sin voluntad, extasiada, con la boca abierta y la mirada ausente, obnubilada. En medio del cultivo, entre plantas salvajes domesticadas, la mujer llega a una especie de quincho donde negros y negras, en un ritual pagano, parece que la están esperando. Los tambores acrecientan su ritmo, tatam-tatam, tatam-tatam, y el desconcierto es el ingrediente mágico que hechiza. Hay un negro, alto, enorme, fibroso, de pelo al ras, en cuero. En la Martinica los negros siempre están en cueros. Tiene la mirada fija al frente y los ojos parece que se le fueran a salir de las cuencas en cualquier momento, la nariz ancha, mira un vacío que no encuentra lugar en este universo, como si lo que mirara estuviera en otra dimensión del espacio y del tiempo, no se mueve, petrificado, solo, en la oscuridad de la plantación, entre cañas de bambúes y hojas. La boca la tiene cerrada en un rictus que le forma un par de arrugas al costado de las mejillas. No dice nada, no se mosquea, no se sabe si está vivo o muerto. Havivra Da Ifrile pertenece a este mundo.
El sonido sintético de las teclas de un órgano introduce la presentación de la telenovela mexicana Corazón salvaje, la versión de 1993, porque tuvo dos o tres versiones más. Se basa en una exitosa novela rosa de Claridad Bravo Adams publicada a fines de los cincuenta. La historia se ambienta en algún lugar de la Martinica en 1903, posterior a la erupción del monte Pelée, y desarrolla una trama de amores, de odios, de secretos, de traiciones y de venganzas. Los nombres de los personajes tienden a la estilización novelesca: Juan del Diablo, Mónica y Aimeé de Altamira, Andrés de Alcázar y Valle, Sofía Alcázar y Valle, Noel Mancera, Renato D’Autremont, Don Noel, Amanda, Marcelo Romero Vargas, el juez San Pedro, Azucena, el jefe de la cárcel Espíndola, el ambicioso Alberto de la Serna, el licenciado Mancera, Catalina, el fallecido Conde de Altamira, Guadalupe Cajiga, Bautista, el mercenario Alberto, el Tuerto, etc. El cielo está oscuro y nubes negras cargadas de lluvia se iluminan por un rayo eléctrico que cae nervioso sobre la tierra. Las olas rompen en una piedra. Un cochero de traje conduce caballos. Alguien corre por la playa con la camisa desabrochada. ¿Por qué en la playa visten todos de blanco? Golpean a patadas a uno en la arena. De la puerta de un castillo salen dos caballos blancos. Un pelado de traje habla parado en medio de una escalera. Una mano imprime un sello en una carta. Alguien se cae de un caballo, un hombre le pega un cachetazo a una mujer en una pieza que tiene un hermoso reloj de péndulo en acabados de madera colgando de la pared. En la playa, un hombre con peinado de tenista, pelo largo y sedoso y atado con colita, saluda negros en cuero y se muestra sonriente. Una mujer desnuda en penumbras sobre una cama de sábanas blancas. El hombre con peinado de tenista galopa por un sendero agreste. Una chica, con un vestido con hombreras de manga abuchonada, ajustada la cintura, como si fuera del siglo XVIII pero con un largo pelo que cae por la espalda, las manos sobre la arena, los pies extendidos, de frente llegan las olas, el cielo es rosa porque amanece. De a poco se descubre su cara, un sombrero hawaniano a un costado, la mujer sonríe. Besos y golpes, la mujer que sonreía se despierta en la madrugada y se lleva una mano a la boca sorprendida, una monja en un acantilado, bocas muy cercas una de la otra, una galería como esas de San Telmo llena de plantas por la que camina la mujer que sonríe, el hombre con peinado de tenista trepa por la enredadera de una pared a la noche, besa una mano mirando fijo los ojos, observa a la mujer que sonríe detrás de un candelabro, sentados en la mesa, mientras almuerzan o cenan, y ella distraída habla con otros. Hay tiros, corridas, abrazos, un libro de tapa dura abierto, sexo implícito en la playa, las velas de un barco son triángulos de colores rojos, amarillos y azules en un mar calmo. Havivra Da Ifrile pertenece a este mundo.
Volvamos un poco atrás, a los momentos previos. Meses antes el monte había empezado a dar indicios de actividad volcánica. El agua de la playa hierve en la orilla, los árboles se quedan pelados, ruidos subterráneos como gritos desesperados desde el más allá, temblores, grietas que se abren en la tierra desde los que salen fumarolas despidiendo azufre. Eran tiempos de elecciones a gobernador. La primera vuelta queda desierta, y se prepara una segunda. La lluvia de ceniza no para. Es como si estuviéramos en las puertas del infierno, dice un ciudadano. Las escuelas y comercios cierran. Un telegrama que nunca fue enviado dice: “fuerte erupción de M.T. Pelée. Población en pánico. Solicitamos medios de transporte para inmediata evacuación”. El gobernador piensa que no pasa nada, que es más escándalo y agitación que otra cosa, y tres días antes de la catástrofe viaja a St. Pierre en una muestra de confianza y seguridad.
El jueves primero de mayo de 1902 el volcán lanza ceniza que cubre sembrados y contamina las aguas del puerto. Louis Mouttet era el nombre del gobernador que recibía partes y avisos de esta inusual actividad volcánica del Pelée. Los sismos de baja intensidad perturbaban el sueño de la población. ¿Qué escondía la tierra allá abajo?
El viernes dos de mayo aparecen aluviones de lodo caliente. Algunos consulados cierran sus edificios y embarcan al personal en barcos anclados en el puerto. El sábado tres de mayo la ladera occidental del monte Pelée estaba cubierta de ceniza blanca y los lugareños llegaron a St. Pierre en busca de refugio. En el río Roxelane flotaban cadáveres animales y humanos en las orillas. Roger Fouché, alcalde de St. Pierre, intentó transmitir calma a la población.
Del cuatro al siete de mayo, el monte Pelée se adelantó a la navidad, y como un niño Dios desatado entró en fase de actividad pirotécnica, lanzando proyecciones clásticas incandescentes. Hormigas, cienpiés, arañas y víboras venenosas invadieron las calles de St. Pierre y obligaron a la población a encerrarse en sus casas. La naturaleza, latente bajo estas capas de hormigón y concreto, puede manifestarse en cualquier momento, desobedecer el límite de los espacios que le fueron asignados e irrumpir con la fuerza de su poder dormido y revelarnos nuestra pertenencia a un sistema más vasto e incomprensible. Un aluvión de barro se abalanzó sobre el mar y provocó una marejada que rompió amarras de barcos en la bahía. La población de refugiados sobrepasaba los treinta mil habitantes y la escasez de alimentos se hizo sentir.
Tres días antes un torrente mata veinticinco personas y destruye un molino. Dos días antes, magma fresca llega al cráter. La población ya no aguanta más, está nerviosa, asustada, y quiere escapar de St. Pierre. El ejército recibe órdenes de Louis Mouttet de impedir las salidas. La ciudad de St. Pierre estaba sitiada por el destino, era una cárcel, una bomba de tiempo. Louis Mouttet ejecuta órdenes que llegan desde París. Peces muertos en la playa la noche previa al desastre.