Derian Passaglia reseña el reciente libro Contra la cinefilia de Vicente Monroy, publicado por la editorial española Clave intelectual.
El discurso cinéfilo es conservador, y según la cita de una película de Luc Moullet que abre el libro Contra la cinefilia, de Vicente Monroy, los cinéfilos tienen mal aliento. Los cinéfilos construyeron una imagen de sí mismos que puede considerarse cliché: lentes de marco grueso, bigote para los hombres; flequillo y pulóveres holgados para mujeres, optativo morral en ambos sexos. Son los famosos gafapastas, como les diría Vicente. Para él, lo que distingue al cinéfilo no es el amor al cine sino las pruebas de ese amor, y en ese movimiento construye la imagen del cinéfilo que el cinéfilo creyó construir. Vicente no critica la cinefilia, la describe. Muestra su imagen supuesta, la exhibe como a un fenómeno, un Godzilla de plastilina. Esa es su propia creación.
El libro se complejiza cuando Vicente se da cuenta que esa imagen del cinéfilo que revisa proyecta su propio espejo. Él también es un gafapasta, o lo fue. Esa condición no está dada per se, es una revelación de la propia escritura. Para hablar de lo que describe, tiene que describirse a sí mismo. Los espejos se multiplican. Su juventud cinéfila me hace acordar a la mía: un pedante con aires de superioridad que despreciaba las películas de moda, las actrices más afectadas de Hollywood o los últimos premios en Cannes. En mi caso era fumarme las tres o cuatro horas que duraba la última de Miguel Gomes en el BAFICI, elogiar el uso de ciertos recursos técnicos, hablar de la fotografía de una película iraní o las del filipino Brillante Mendoza que nunca vi. El mito de origen personal de la cinefilia de Vicente se remonta a la salida de una proyección de El río, de Jean Renoir, en su primer año como estudiante en Madrid, en el otoño de 2007; el mío, si se me permite (el libro lo permite), tiene como protagonista a un tatuaje de Chaplín en el pecho o en el brazo que nunca me hice a los dieciocho o diecinueve, todavía vivía en Rosario, empezaba mis primeros tanteos en la facultad de Humanidades y desayunaba todas las mañanas en el bar, a principios del 2006. En la radio sonaba Sencillamente de Bersuit Vergarabat cantada por Gustavo Cordera.
Vicente Monroy propone una vuelta a las emociones de las películas, a mirar con ojos nuevos e ingenuos y maravillados y adolescentes el cine. Las disputas intelectuales del mundo cinéfilo se modulan a partir de la censura. ¿Dónde queda el análisis, el estímulo, la capacidad de reflexión? Vicente pone el ejemplo de Scorsese criticando las superproducciones de superhéroes, negando que sean cine; yo me acordé de la cruzada de Martel contra Netflix. La forma de la crítica cinéfila es a partir de ideas preconcebidas, de un deber ser. Se suprime el placer, el disfrute, el goce -diría Pino Solanas-, el mero pasatiempo y diversión que supone ver una película. El snobismo es una condición sine qua non del cinéfilo, que cree que una película es buena porque tiene un ritmo contemplativo. Acá me aparto un poco de Vicente, esto no lo dice él. Para mí se trata de una especie de síndrome de inferioridad con respecto a otras artes. El cine tiene poco más de cien años de vida. Como todo adolescente, se cree que ya es adulto.
Contra la cinefilia, sin embargo, me criticaría. Le otorga virtudes a esta juventud del cine. En contra de los que decretan su muerte, en contra de los haters, de los negadores, de los profetas de la negatividad, Vicente encuentra que el cine rompe el mito de las artes clásicas vinculadas a la eternidad, a lo sagrado y lo divino. El cine desarrolla una temporalidad humana, dice, es sensible a las modas, a los avances técnicos, a la actualidad y a la vida ordinaria. Como un Walter Benjamin toledano y milenial, Vicente le devuelve al cine su potencia revolucionaria en la capacidad de masificación, entretenimiento y reproducción.
Vicente Monroy es el último cinéfilo, la expresión romántica más pura de la pasión por un arte. Su amor es tan grande que llega a identificarse con su objeto y no establece diferencias. El cine, para él, no es como la vida; el cine es la vida. La confianza y entrega que deposita en las imágenes siempre me conmovió. En la pantalla no ve solamente una película, ve también la vida. No existen diferencias entre una y otra, lo que pasa en las películas se extiende sobre la vida como una realidad única, de ensueño, perfecta y bella. Contra la cinefilia es la historia del registro de esta pasión y de cómo esta pasión afecta a una comunidad hasta convertirse en protagonista del arte. Son los cinéfilos y cinéfilas, finalmente, los que crean la historia del cine.