«El trap exhibe lo que el rock ya no puede representar, es la contracara del sistema al revelar su esencia en el espejo deformado de sus relaciones económicas y sociales.», afirma Derian Passaglia en este interesante artículo sobre un género musical en auge.
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Por: Derian Passaglia
Hay un artículo fascinante de Amadeo Gandolfo sobre el trap en el que piensa una posible historización del género y su surgimiento en la Argentina. Me gustan dos ideas: la lenta desaparición de las grandes bandas del rock que ya no ofrecen un modelo de educación sentimental para los jóvenes y la democratización de los modos de hacer música; hoy en día no es necesario tener instrumentos caros y hacer giras para pegarla, basta con una compu, algunos programas, un micrófono, dice Amadeo, un amigo al que le gusten las bases. Mi idea favorita que se desprende del artículo es una que parece contradictoria pero que en realidad es la síntesis del trap en su versión local: los traperos se alejan del rock, no quieren saber nada con una música que no les dice nada, no los representa (Amadeo la llama la devaluación del lenguaje del rock) y por otro lado pareciera que quieren ser rockeros. En esta tensión está la clave del éxito del trap, un género en el que lo viejo no termina de morir y lo nuevo ya nació.
Te guste o no te guste somos el nuevo rock and roll, canta Trueno, el trapero que más me seduce de toda la camada de traperos que aparecieron estos últimos años. El 23 de julio de 2020 Trueno sacó Atrevido, su primer disco, como se dice, en todas las plataformas digitales. Al día de la fecha, 18 de noviembre de 2020, tiene 4.122.467 reproducciones en Youtube. ¿Cuántas de todas esas serán mías, que escucho Atrevido una vez al día, a veces cuatro o cinco veces por semana, a veces a la mañana, a veces a la tarde? El trap no es rock, no hay guitarras, no se programan giras, no usan pelo largo, ni ropa oscura, ni buscan que el público les tire botellazos y tomates, ni se presentan como una contracultura. Lo único que el trap robó del rock es el espíritu rebelde, todo eso que en el rock hoy parece demodé, ingenuo, tonto.
La rebeldía se muestra en la ostentación y no en la denuncia, aunque al mismo tiempo en que ostenta, el trap denuncia. El capitalismo basa su sistema en el consumo, en la reproducción indefinida de mercancías. Los traperos consumen, y no caretean lo que tienen, lo dejan ver, lo ofrecen a la vista como vedettes de la música que lo tienen todo: plata, autos, sexo, el respeto de sus pares, un par de empresas que me llaman, dice Trueno, un par de marcas que me avalan, un par de guachas que me aman, un par de bobos que me tiran. El trap exhibe lo que el rock ya no puede representar, es la contracara del sistema al revelar su esencia en el espejo deformado de sus relaciones económicas y sociales. ¿Qué es lo que hay que tener hoy para ser exitoso?, se pregunta el trap, ¿plata? Yo tengo plata, nos dice. ¿Autos? Yo tengo los mejores. Los traperos no solo tienen plata: tienen más plata que cualquiera, los autos más caros, las mujeres y los hombres que quieren, cuando quieren.
Esta rebeldía de la ostentación da una vuelta de tuerca más compleja en Trueno. Los traperos usan pesadas cadenas de oro, shorcitos Nike y buzos Gucci con capucha. Cuentan dólares con la palma de la mano abierta mientras los billetes caen al suelo y sonríen con una sonrisa brillante de dientes de oro. Tienen lo que el capitalismo nos dice que hay que tener. En varios de los traperos locales, la forma en que muestran el éxito me parece una impostura, sobre todo en Duki, que enredado en la fama se dedica a pelear por historias de Instagram con molinos de viento. Trueno tiene los pies sobre la tierra, porque para él el éxito, la fama, la ostentación, la elegancia de Francia que ostenta es un destino divino: Trueno nació para esto.
Trueno no va a la cima, la cima está viniendo por mí, canta en Mamichula, como si fuera un aleph borgeano del trap, el punto donde confluyen todos los puntos del universo del talento, la belleza, la verdad, el amor, el flow, el estilo, la distinción, la habilidad, el estrellato… Esto es lo que soy, parece decir Trueno con su actitud y su música, no tengo que demostrarle nada a nadie. Bueno, soy Trueno niño, y cuando sea grande la voy a re acotar, se escucha en una vieja grabación del propio Trueno en el primer tema de Atrevido. El trap en Trueno es una fatalidad, una consecuencia natural de la vida, lo que tenía que pasar. Por eso Trueno no es careta como otros traperos, no muestra por mostrar lo que tiene para provocar la envidia del resto que lo mira ascender a la fama y el éxito, es auténtico, puro, Dios lo quiso así.
Su sello distintivo es el barrio de la Boca. Trueno se enorgullece de seguir viviendo en el barrio que nació, de tener los mismos amigos, de recorrer cada día las mismas calles, ver los mismos árboles, inhalar el aire podrido del riachuelo, un paisaje lleno de turistas que corren, corren por ahí, mientras miran de fondo la estructura de hierro de los dos puentes. Hay una oración de un cuento de Fabián Casas que siempre que se los leo a los chicos y chicas de segundo año se me pone la piel de gallina. Un personaje no sabe si el Parque Rivadavia queda en Boedo o en otro barrio, y Máximo, el personaje al que todos rinden culto dice: Boedo queda donde estemos nosotros. En Azul y oro, Trueno dice: la Boca soy yo. El barrio es una identidad que forma el lenguaje, el espacio y el tiempo de la música de Trueno. El barrio hace de Trueno un mito y el mito hace de Trueno las marcas referencias de un lugar al que pertenece.
En las mejores películas de Scorsese los mafiosos todavía conservan los viejos códigos. No traicionan familia ni amigos, no transan, construyen poder refugiados en la estructura mecánica de las instituciones tradicionales. Trueno podría ser un personaje de Scorsese donde la tradición es el estilo, la marca autoral del fraseo de sus letras. Por eso Trueno es música clásica, con el perdón de Mozart y Beethoven. Es el dueño de la calle, el más atrevido, el que se planta, el que no te deja en banda. Hay en la música de Trueno un profundo arraigo por las tradiciones, la familia y los amigos.
El año pasado tomé un cargo como suplente en el comercial N° 1 Joaquín V. González, en la avenida Montes de Oca, en el barrio de Barracas. Nunca había dado clases en escuelas del Estado. La primera vez que crucé el patio, en la puerta de un aula, vi un parlante enorme que sonaba con una música que no recuerdo. ¿Dónde estaban los directivos que no ponían orden? La escuela parecía tomada por los alumnos, las alumnas. En mis clases, a veces los estudiantes llegaban hambrientos, me decían que no podían leer porque tenían hambre y sueño. Otros volvían del recreo con la mirada perdida y alucinada y la mandíbula desencajada. Me costó muchísimo adaptarme, saber que no tenía que imponer respeto sino apenas ganarme el cariño y la amistad de esos chicos y chicas que saben, o creen al menos, que en el futuro no hay nada para ellos que sea bueno. Me di cuenta que demostraban cariño cuando se te colgaban del hombro o te hacían chistes que en cualquier otro contexto hubiera resultado la suspensión inmediata por dos o tres días de la asistencia al colegio. Uno de mis primeros días le pregunté de qué cuadro eran y se me cagaron de risa en la cara, como preguntándose si sabía dónde estaba parado. Todos eran de Boca. Tenía un alumno, ¿cómo se llamaba? Bueno, no me acuerdo el nombre, pero a sus dieciséis años seguía en primero de la secundaria, al lado de chicos de trece y catorce. Un día me mostró videos en el celu de una fiesta en una vecinal a la que lo invitaron a cantar por el día de la madre. Me mostró las letras de canciones que había escrito, me rapeó un tema, me improvisó otro. Le encantaba el trap. Un día me dijo: profe, si yo te contara las cosas que vi… Y algunas me las contó, pero prefiero no reproducirlas. Cuando escucho el disco de Trueno siento que escucho las canciones de este alumno, que es todos los alumnos y todos los cantantes de trap del universo.