Derian Passaglia comenta la película Conociendo a Gorbachov del cineasta Werner Herzog, sobre la vida del último líder vivo de la URSS, iniciador del fin de la guerra fría que dividió el siglo XX.
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Por: Derian Passaglia
Así trate de un hombre obsesionado hasta la muerte con la conservación de osos Grizzly en Alaska, de otro que prueba un globo propulsado por helio en la selva Guayana, o de uno de los políticos más determinantes de finales de siglo XX, Herzog parece hablar siempre de lo mismo. Herzog filma personajes particulares, locos, entregados a un sueño o una fatalidad, pero no lo hace por un placer morboso de ver exponer miserias u obsesiones, sino porque su obra es un estudio ensayístico del ser humano, de la naturaleza del alma moderna. A Herzog le importa la naturaleza de las cosas, por eso en cada una de sus documentales pregunta: cuál es la naturaleza de esto, cuál es la naturaleza de tal otra cosa. Al preguntar por la naturaleza, Herzog busca entender la esencia de un determinado objeto, y su objeto es la totalidad de la especie humana. El último romántico no fue Leo Mattioli, es Werner Herzog.
El hombre en este caso es Mikhail Gorbachev, el último presidente de la Unión Soviética y el que permitió el fin de la Guerra Fría. Hacía tiempo que me la había bajado pero no la quería ver porque se vendió como un documental entrevista de Herzog a Gorbachev. La película, como cualquier cosa que pasa por la mirada de Herzog, se abre a otra dimensión que la política, y lo que finalmente muestra Herzog es un hombre enfrentando a las consecuencias de sus decisiones, al paso del tiempo inevitable en alguien que repasa su vida, como si fueran las memorias de un político que reflexiona sobre el modo en que lo atravesó la historia. Gorbachev parece un hombre triste. La cámara queda fija en él mientras Herzog elabora su pregunta y los gestos adquieren un significado simbólico. Se toca la hora, apoya las manos en las piernas, traga saliva cuando habla de su ex esposa fallecida. Después de un chiste que le hace a un técnico que quiere ponerle el micrófono, Herzog piensa que Gorbachev es rápido para comunicarse con la gente. Al final, le festejan el cumpleaños y quiere cantar una canción, y la canta. Es una canción tradicional rusa muy triste, que Gorbachev recita de memoria, nostálgico y ausente. Alguien ajeno a los entramados políticos podría preguntarse: ¿qué le pasó a este hombre en la vida? Y esa pregunta es la misma que aparece con cada uno de los personajes que pone en escena Herzog en sus películas.
Queda la impresión de que a Gorbachov le hicieron una cama, y también queda la impresión de que es un líder débil, al que le falta carácter. Él no quería la disolución de la Unión Soviética, quería conservar los viejos valores y modernizarlos. Para eso, cambia las políticas y abre el diálogo con Estados Unidos. Manda tropas a Medio Oriente para apoyar a Estados Unidos en la guerra. El mundo leyó ese hecho como el fin de la Guerra Fría. Treinta años después de aquel hecho, Gorbachov se pregunta ante Herzog: ¿qué guerra, qué guerra había terminado? No había ninguna guerra. Del documental se desprende también la idea de que la política es saber comunicarse con los hombres, al menos es lo que Gorbachov intentó toda su vida.
Cada película de Herzog me trae siempre el mismo pensamiento: no sabemos nada del mundo. Las costumbres soviéticas me son ajenas. Una costumbre, en una película de Herzog, resulta un hecho extraño, como si su proyecto estético fuera una etnografía trascendental que a través de las acciones humanas pretende revelar su esencia, sus formas, el por qué y el cómo de la existencia. Pero Herzog no es un existencialista, no es llorón como un existencialista, es mucho más profundo, más emotivo, más real, más sincero, porque la base de su arte es un esfuerzo por comprender la materia que somos.