Paranaländer escribe sobre «El libro de la Almohada» un diario escrito por la autora japonesa Sei Shōnagon, dama de la corte de la emperatriz Sadako, hacia el año 1000, durante la era Heian.
“Los días y los meses se van,
pero el monte Mimoro permanece para siempre”
Man’yōshū
Por: Paranaländer
Dime dónde duermes -si sobre un sofá de madera dura, en el piso sobre un colchoncito o en una gran cama matrimonial- y te diré si eres feliz o no.
Igual la dama que escribió este El Libro de la Almohada (Adriana Hidalgo editora, 2019, primera edición completa en lengua española), usaba una almohada de madera para guardar su cuaderno de apuntes, con el fin de narrar de noche las vivencias del día, o temprano de mañana las que ocurrieron el día anterior.
Es conocida por su apodo Sei Shonagon, cuya segunda parte indicaba su rango menor como ayudante en la corte de la emperatriz Sadako (976-1011). Se dice que fue hija del poeta Motosuke y que murió ya anciana en la pobreza. Una anécdota cuenta que pasó un período de reclusión y abstinencia como castigo por usar una expresión poco feliz: kurashinikanekeru (“haber sido difícil de soportar”). En su diario Murasaki Shikibu (la autora de Romance de Genji, primera novela japonesa) dice de Sei que “es terriblemente engreída”. Utiliza 446 veces la palabra diversión (okashi). Esta obra inspiraría la célebre película The Pillow Book del cineasta inglés Peter Greenaway.
En Japón del esplendor de la era Hein (794-1185), la literatura primigenia es cosa de mujeres. Esto fue así pues les estaba prohibido el lenguaje oficial entonces vigente en la Corte, que era el chino, recurrieron entonces al japonés cuya escritura fonética desarrollada se convertiría de a poco en la escritura llamada hiragana. Ellas la emplearon con exclusividad y encabezaron la literatura. El sustento filosófico de las mujeres aristócratas eran nuevas formas de budismo, cuyas sectas principales eran la Shingon, la Tendai y el budismo de la Tierra Pura, que predicaba los horrores del infierno y las delicias del paraíso de Amida.
Merecen citarse muchas partes del libro, por cuestión de espacio nos limitaremos a solo un manojo de ellos: al Festival de las Hierbas, cuando se arrancaban 7 hierbas y se las preparaba para ser ingeridas con el fin de proteger la salud durante el año y evitar a los malos espíritus, en la misma línea que nuestro carrulín avá. O el Festival de las Gachas de la Luna Llena, en que se creía que si la mujer recibía un golpe en los riñones, daría luz a un varón. O esas en que se lamenta la vida dura que llevan el monje y, sobre todo, el exorcista, quien requerido para ver a un paciente gravemente enfermo estaba obligado a emplear todos sus poderes para echar al espíritu causante del mal. Y no olvidamos a ese perro de la Corte, Okinamaro, castigado y exiliado a la Isla de los Perros por perseguir a Dama Myobu, la gata del Emperador…
«Escribí para mi propio entretenimiento, y apunté únicamente lo que sentía. Nunca esperé recibir, sobre estos escritos causales, comentarios tan importantes como los que se dedican a notables libros de nuestro tiempo. Me sorprendo cuando escucho cómo los lectores aseguran que se sienten apabullados ante mi trabajo. Pero es natural que actúen así: conozco la mentalidad de aquellos que hablan bien de lo que detestan y critican lo que les gusta. Por eso lamento que hayan leído mi libro».