En la literatura no existe el deber, porque es el arte donde solo vale el placer: si a las dos o tres páginas un libro no me gusta, o me parece que voy a adivinar lo que viene, lo dejo porque me aburre. Por: Derian Passaglia
Tres argentinos, un ruso, un chino. Hace poco me acusaron, dos personas distintas, de ser un lector solamente de “canon”. Harold Bloom, el crítico estadounidense, popularizó la expresión en la década de los noventa, cuando publicó el libro El canon occidental. Se trata de un grupo de autores y de obras que pertenecen a la más alta expresión de la cultura de Occidente, los ineludibles, los imprescindibles, los que se deben leer. En la literatura no existe el deber, porque es el arte donde solo vale el placer: si a las dos o tres páginas un libro no me gusta, o me parece que voy a adivinar lo que viene, lo dejo porque me aburre. Por eso cuando leo, leo formas, es inevitable, y es lo que más placer me produce. Se asocia el canon a la academia, pero es un prejuicio, o una forma de leer determinada mejor dicho, que no me interesa. Lo lindo de la lectura es que a cualquier libro, a cualquier autor, a cualquier forma, se le puede aplicar la propia forma de leer y eso vuelve al libro, al autor, a la forma, una cosa totalmente nueva.
6) Siete noches (Jorge Luis Borges, 1977)
Siete conferencias que Borges dictó ya ciego y viejito, con la conciencia de encarnar la figura del escritor nacional. Los mejores textos de Borges de la última etapa, de los sesenta en adelante, no son cuentos ni poemas, sino estas conferencias en las que habla sobre temas que lo obsesionaban como la poesía, la cábala y el budismo, las pesadillas, la ceguera, Las mil y una noches y La Divina Comedia. Acá está el mejor Borges, el de los años cuarenta y cincuenta, el de las referencias eruditas, el de una reflexión insospechada, el místico y el sabio, el arrabalero. No cambies nunca. Te amo, Jorge Luis.
7) Cuentos de San Petesburgo (Nikolai Gogol, 1842)
En pleno éxtasis realista, cuando el arte literario alcanzó su mejor expresión, Gogol se dedicó a escribir relatos cortos en un género inclasificable. Hay dos cuentos excelentes, de los mejores que leí: La nariz y El capote. En el primero, un funcionario de San Petesburgo pierde la nariz y la busca por toda la ciudad, una nariz que desarrolla una vida propia; en el segundo, otro funcionario, también pobre, también inoperante, busca su capote por toda la ciudad, porque en San Petesburgo hace mucho frío.
8) La montaña vacía (Wang Wei, 2004)
Wang Wei es uno de los grandes poetas chinos de la dinastía Tang, donde se dio la casualidad (¿casualidad? No lo creo) de que vivió el tiempo de otros grandes poetas, de los mejores que hayan existido: Li Po, Tu Fu, Bai Juyi. Li Po es el romántico, Tu Fu el realista, Bai Juyi el popular y Wang Wei es el budista. Todos eran funcionarios del gobierno. Un dato que me encanta: para postularse como funcionario del gobierno, había que rendir un examen sobre poesía. En los poemas de Wang Wei aparece el paisaje, los árboles, las montañas y los ríos. Siempre están vacíos. El sujeto no aparece, se proyecta sobre las cosas quietas que muestra lo mutable y lo inmutable del universo.
9) La máquina de hacer paraguayitos (Washington Cucurto, 2006)
Cucurto es uno de los poetas de los noventa más populares. Sus primeros libros de poesía, como este, como Zelarayán, son los mejores. En estos poemas, combina el barroquismo latinoamericano de Lezama Lima con cumbia, cachacas, dominicanas, peruanas y paraguayas. Cucurto renovó uno de los motivos clásicos de la literatura argentina, que viene desde Sarmiento y la gauchesca: la situación de un inmigrante que llega a un suelo donde todo está por hacer.
10) Amado Señor (Pablo Katchadjian, 2020)
La gran aparición de la última década en la Argentina es Pablo Katchadjian, cuyos libros son una mezcla de lo mejor de la vanguardia, con lo mejor de Kafka, con lo mejor de la teoría crítica, política y filosófica del siglo XX. No es César Aira sino Katchadjian el último vanguardista. En Amado Señor, un narrador le escribe cartas al Señor del título, que parece ser Dios, pero que no lo es. El Amado Señor adopta formas inéditas, y el narrador, a medida que transcurre el relato, le escribe a la Amada Utilidad, la Amada Cosa, la Amada Falta de Libertad, el Amado Monstruo, el Amado Escarabajo, la Amada Vida, el Amado Relámpago… El Señor, el Amado Señor, está en todas las cosas.