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sábado, noviembre 23, 2024

José Watanabe, el poeta sabio

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José Watanabe es uno de los mejores poetas peruanos y tiene esa condición de los primeros escritores peruanos como el del inca Garcilaso: su padre era japonés y su madre peruana.

Por: Derian Passaglia

Al igual que Chile, Perú tiene una gran tradición de poetas. La lengua castellana en las tierras del Nuevo Mundo nace en el imperio inca; una lengua mestiza que no es índigena ni española, sino las dos cosas al mismo tiempo. En esa doble identidad, la lengua se forma de nuevo, la tierra moldea la sintaxis de un idioma ajeno, impuesto a la fuerza. José Watanabe es uno de los mejores poetas peruanos y tiene esa condición de los primeros escritores peruanos como el del inca Garcilaso: su padre era japonés y su madre peruana.

Nació en 1945 en un pueblito al este de Trujillo. Su familia era muy pobre y sus padres trabajaban como campesinos en una hacienda azucarera al norte del país hasta que ganaron la lotería y se mudaron a Trujillo. De esta época, mítica infancia que Watanabe recrea en muchos de sus mejores poemas, quedan esos espacios que parecen parajes inhabitables, fronterizos, desierto y mares, una naturaleza de la que extrae siempre una enseñanza.

Watanabe aprendió de su papá el arte del haiku y la filosofía oriental, como el budismo y el taoísmo, que le dan al verso un aire de trascendencia, como si sus poemas fueran parábolas del recuerdo y del paisaje. En la poesía de Watanabe hay instantes breves de iluminación, chispas que se prenden y provocan un incendio, como en “Poema del inocente”; simbólico y literal, la poesía es un método de conocimiento.

Como la poesía china antigua, la de Watanabe es estrictamente visual, pero cada palabra no es un símbolo de otra cosa como pasaba por ejemplo en Li Po o Wang Wei. El ojo que mira el mundo en Watanabe “tiene sus razones”, busca en la imagen fijada por la memoria la causa de la persistencia, que es la simple y pura belleza de la visión, la poesía misma: “hubiera querido inscribir mi poema en todo el paisaje, / pero mi ojo, arbitrariamente, lo ha excluido”. El verso de Watanabe es antipoético en esencia, se estira a lo largo de toda la página y reflexiona como si fuera prosa ante un hecho que parece siempre trascendental, obsesivo, determinante para el sujeto.

 

Mi ojo tiene sus razones

Creo que mi ojo tiene un arbitrario criterio de selección.

Obviamente hubo más paisaje alrededor,

imposible que sólo fuéramos ella y yo en el rompeolas.

.

Soy de repeticiones, como todos. Entonces puedo suponer que

si hubo niebla

le dije: botes en la bruma pueden ser sólo reflejos, espejismos,

y le mencioné el antiguo haiku de Harumi:

«Entre la niebla

toco el esfumado bote.

Luego me embarco”.

Si hubo sol

le tomé fotografías con el hueco de la mano y acaso la azoré

diciéndole: posa con los senos hacia el viento.

Si pasaron gaviotas y ella las admiró, le recordé

que eran aves carniceras y que únicamente su feo canto es honesto.

Mi ojo todo lo veía, no descartaba nada.

Entramos en el mar por el rompeolas de rocas cortadas.

Sobre una roca saliente ella recogió su falda

y deslizó sus pies hacia el agua.

Sus muslos desnudos hallaron comodidad en la piedra.

 

Era particularmente raro

el contraste de su muslo blanco contra la roca gris:

su muslo era viviente como un animal dormido en el invierno,

la roca era demasiado corpórea y definitiva.

 

Hubiera querido inscribir mi poema en todo el paisaje,

pero mi ojo, arbitrariamente, lo ha excluido

y sólo vuelve con obsesiva precisión

a aquel bello y extremo problema de texturas:

el muslo contra la roca.

 

Poema del inocente

Bien voluntarioso es el sol

en los arenales de Chicama.

Anuda, pues, las cuatro puntas del pañuelo sobre tu cabeza

y anda tras la lagartija inútil

entre esos árboles ya muertos por la sollama.

De delicadezas, la del sol la más cruel

que consume árboles y lagartijas respetando su cáscara.

Fija en tu memoria esa enseñanza del paisaje,

y esta otra:

de cuando acercaste al árbol reseco un fosforito trivial

y ardió demasiado súbito y desmedido

como si fuera de pólvora.

No te culpes, quien iba a calcular tamaño estropicio!

Y acepta: el fuego ya estaba allí,

tenso y contenido bajo la corteza,

esperando tu gesto trivial, tu mataperrada.

Recuerda, pues, ese repentino estrago (su intraducible belleza)

sin arrepentimientos

porque fuiste tú, pero tampoco.

Así

en todo.

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