Ciencia ficción, terror, Kafka y pop: La mosca es una película simbólica sobre la condición del hombre en la posmodernidad pero también el relato de un error tonto que termina inevitablemente con la vida.
Por: Derian Passaglia
La mosca (1986) podría haber sido nada más que un remake de la película homónima de 1958, un clásico del cine B que está muy por debajo de la película filmada por David Cronenberg; podría haber sido también una de las tantas películas de terror que se estrenaron en la década de los ochenta, cuando el género estaba en pleno auge. La mosca es una de las películas existencialistas más profundas y terribles que se hayan filmado nunca.
Jeff Goldblum interpreta a un científico loco (una versión moderna del estereotipo del científico loco) que tiene en su departamento oscuro y frío una máquina en la que trabaja, y que dice puede llegar a revolucionar el mundo: permite la teletransportación. Este mínimo elemento inserta a la película dentro del género de ciencia ficción, que en Wikipedia clasifican en un subgénero llamado biopunk. Pero esto no es tan importante, porque la película usa los géneros y no se casa con ninguno. El terror de La mosca es una consecuencia de los hechos que se cuentan y no una premisa a desarrollar en la película.
El científico invita a una chica a la casa, que resulta ser una periodista, y le muestra cómo funciona la máquina: se mete dentro de una cápsula desnudo y sale por otra. Lo que no sabe es que se teletransportó con una mosca y la máquina los fusionó. La fusión no es inmediata, La mosca cuenta el proceso de descomposición de un hombre que deviene un insecto, un poco a la manera de Franz Kafka si Franz Kafka hubiera conocido el pop estadounidense y las drogas alucinógenas. Ciencia ficción, terror, Kafka y pop: La mosca es una película simbólica sobre la condición del hombre en la posmodernidad pero también el relato de un error tonto que termina inevitablemente con la vida.
La periodista y el científico, los dos saben que él va a morir. Ella no lo acepta, lo ve y llora. Sale corriendo, no puede verlo. El científico tiene la cara deformada, se le caen los dientes y las uñas, apenas puede sostenerse en pie, vomita sobre la comida para ingerir únicamente sus nutrientes, que es lo único que su organismo tolera. Hay una escena digna de Shakespeare en la que el científico, jadeante y convertido en una masa amorfa con ojos y unos pocos pelos, le cuenta a la periodista “la política de los insectos”:
-Los insectos no tienen política. Son brutales. No tienen pasión ni compromisos. No se puede confiar en un insecto. Me gustaría convertirme en el primer insecto político. Me gustaría…
-No sé qué estás tratando de decir -dice la periodista quebrada, entre lágrimas.
-Pero me temo… -sigue diciendo el científico-. Estoy diciendo que soy un insecto que soñó que era un hombre, pero el sueño se acabó, y el insecto ha despertado.
La tragedia es inminente. Si la periodista se queda, el científico, ahora revelado en la conciencia como un insecto, la va a matar. La escena tiene algo del Borges metafísico que vuelve a los laberintos y los hombres una cuestión existencial. Somos, como el protagonista de “Las ruinas circulares”, el sueño de alguien más que quiere crear otro ser, la proyección irreal con la conciencia de una realidad en la mente de otro.