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domingo, noviembre 24, 2024

Reivindicación del mito

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En este artículo, Martín Duarte reflexiona sobre diferentes aspectos del mito, especialmente en lo que respecta a su relación con la razón, la historia y la política.

Por: Martín Duarte

La dimensión humana del sentido

Me propongo reflexionar sobre las formas de la conciencia social que están orientadas a la búsqueda del sentido: el mito, la religión-teología y la filosofía, según lo explica, entre otros, el teólogo y sociólogo Rubén Dri.

Estas formas de conciencia social se distinguen de la ciencia moderna porque persiguen las formas expresivas de lo absoluto, mientras que la ciencia opera en un registro siempre parcial, relativo y provisorio. La búsqueda de la ciencia no tiene como objetivo primero interpretar, sino explicar, indagar las regularidades de determinados campos de fenómenos. Esta vocación explicativa es la base de su poder sobre la naturaleza y, por lo tanto, sobre el hombre.

La ciencia busca así conocer para dominar y controlar la naturaleza; sus resultados escapan a la búsqueda de sentido. Sin embargo, el reverso del poder de la ciencia es una forma de impotencia: si bien puede ofrecer una imagen precisa de determinados hechos, no puede indicarnos qué ideales debemos seguir, cómo debemos conducirnos en la vida, qué ética debe seguir nuestra conducta y otros grandes etcéteras.

Tal como lo remarcó alguna vez Mariátegui, en su ensayo El hombre y el mito, la razón, en su acepción científica, no ofrece un camino al hombre. En ello el pensador peruano identificó la decadencia de la sociedad burguesa, pues ella misma se encuentra dominada por una razón limitada a lo instrumental, producto y deriva de un vasto proceso de racionalización y desmagificación del mundo, en resumen una sociedad sin mito.

Siguiendo a Mariátegui, puede decirse que la razón, como elaboración última y positiva de la humanidad, otorga una libertad sin sentido propositivo, únicamente negativa. La frialdad de la razón, su incapacidad de fundar objetivos históricos y políticos trascendentes para un pueblo son el reverso del poder de la ciencia. Si se quiere, es aquel estuche de hierro del cual nos hablaba Weber, un mecanismo automático sin suplemento de sentido ideal o extraterrenal; pura racionalidad instrumental.

Para comprender este rasgo sistémico de la modernidad, debemos tener presente el  vasto proceso histórico por el cual la razón iluminista fue despojando del campo de la racionalidad al mito, a la religión y sus elaboraciones teológicas, así como a la filosofía y su metafísica, situando cada una de estas instancias en el campo de lo irracional.

Para la razón científica la imaginación debe subordinarse a la observación, tal como lo sostenía el positivista Auguste Comte. Es decir, la humanidad debe abocarse a conocer lo que es, sus leyes inmanentes, su comportamiento; debe pues describir un fenómeno susceptible de contratación empírica. No debe perder el tiempo en busca de las causas ocultas y primeras de las cosas. La humanidad ya no debe perderse en fútiles especulaciones. El criterio que rige es el de la verdad empírica y experimental, no ya el del sentido abierto a la interpretación, aquello que podemos denominar genéricamente lo simbólico.

Ahora bien, para Mariátegui, la humanidad sin un mito deja de ser un sujeto de la historia. La humanidad deviene anquilosada en una libertad negativa; libertad de pero no libertad para, ya que ha perdido la fuente que alimenta la actividad creativa y transformadora del hombre.

José Carlos Mariátegui, pensador peruano que dio centralidad al mito para pensar la praxis

El mito, el sentido y la historia

El mito, pues, es una fuerza dadora de sentido, basada en una narración de eventos fundantes que tuvieron lugar en el origen. Todo mito, para serlo, debe ser fundante. Su función es cargar de sentido al mundo. Sin mito, sin origen simbólico, hay un mundo de leyes, hay regularidades, pero no hay terreno para la acción, no hay entonces un sujeto obrante en el sentido más pleno de la palabra. Por lo tanto, el ser histórico necesita del mito, de una cosmovisión, para poder actuar en su realidad, para poder realizar su singularidad.

El mito contiene un centro que no es histórico en términos fácticos o empíricos, sino simbólico. El mito no remite a la historia de acontecimientos efectivamente acaecidos, sino que abre la posibilidad de que existe historia, lucha, conflicto, batallas por el reconocimiento.

Desde esta perspectiva, el mito no debe ser entendido como un momento del espíritu cuyo único destino es el de ser superado para siempre. El mito se cuela en la vida cotidiana de los hombres y mujeres, es la certeza de un sentido cosmológico. Por ejemplo, el mito bíblico de la caída narra y explica el origen del sufrimiento, de la mortificación del ser humano, ofrece coordenadas expresivas que rigen hasta hoy nuestras valoraciones. El mito no pretende ser una historia empírica, sino que se sirve de la narrativa para fundar la posibilidad del sentido.

Ahora bien ¿cómo un pueblo puede existir, ser y perseverar, sin memoria e identidad, sin utopía ni mito?

Como decíamos más arriba, la razón instrumental no ofrece un camino al hombre, no ofrece un arquetipo que remita al pasado exigiendo realización, ni tampoco una proyección futura hacia lo abierto.

Para que un pueblo sea, es decir, realice su singularidad histórica, debe necesariamente contar con un mito fundante, debe buscar un arquetipo en el pasado y debe proyectarse por medio de la acción imaginaria hacia la utopía. Todos estos elementos posibilitan la acción viva de la historia, la fuerza enervante que conduce a la realización de los más bellos ideales, como los de la de la igualdad, libertad y fraternidad en la humanidad.

El mito, pues, lejos de constituir un déficit asociado a la infancia de la humanidad, a un etapa evolutiva menor, es la condición de todo sujeto histórico (pueblo, comunidad, nación), es el centro cargado de sentido que da cuenta de la realidad, es una cosmología que ordena las relaciones internas entre las cosas. El mito, así, no es lo opuesto a la racionalidad, sino su reverso expresivo.

Ya Weber había diagnosticado un mundo capitalista vacío de espíritu, sin un sentido trascendente que dé valor a la vida cotidiana e histórica de los pueblos. La pregunta que debemos hacernos es ¿Qué queda de la razón sin el mito? Queda una razón empobrecida, incapaz de guiar al hombre en la realización de grandes y bellos ideales, queda un mundo sin causas por las que entregar la vida.

Es por eso por lo que debe revalorizarse la instancia del mito, de la memoria histórica, la imaginación utópica, todo ello arrojando como resultado la necesidad de defender la identidad del ser histórico

El sociólogo alemán Max Weber pronosticó un futuro sombrío para el mundo, debido a la pérdida de sentido que inaugura la modernidad

Más allá de la religión como «opio del pueblo»

Contra las habituales simplificaciones del marxismo como una ciencia positiva, es necesario recordar la mirada que importantes intelectuales marxistas tuvieron de la religión. Los mismos evitaron caer en el sentido común de que lo religioso sería simplemente el opio del pueblo, es decir, una compensación ilusoria y paralizante de toda verdadera transformación.

En este sentido, cabe recordar que la aproximación marxiana de la religión ya contiene una ambigüedad. La religión, dice Marx, es expresión de la miseria real, pero es al mismo tiempo también una protesta contra la miseria real. Es el suspiro de la criatura oprimida, como se puede leer en la Contribución a la crítica de la filosofía del derecho de Hegel.

Entonces, la religión históricamente (en este caso, el cristianismo) no solo ha cumplido una función de legitimación de la dominación. Antes bien, nació como protesta contra la dominación. Desde esta perspectiva, Rosa Luxemburgo, en El socialismo y las Iglesias, analizó las analogías entre los primeros cristianos y el moderno movimiento obrero organizado en el partido social demócrata. Ambos movimientos nacen en el seno del pueblo oprimido, como una protesta contra la implacable dominación económica y política. Ambos tienen la fe ferviente en el nuevo hombre, en la transformación y realización de un orden fraterno, de libertad y concordia, donde la explotación del hombre por el hombre quede abolida.

La religión tiene así una ambivalencia constitutiva, puede legitimar el status quo, así como poner en jaque el actual orden de dominación. A la misma conclusión llegó Engels, cuando analizó el papel de la religión en las guerras campesinas de Alemania. En dicho momento histórico, la religión era el lenguaje revolucionario de la masa campesina empobrecida.

En la misma línea podemos mencionar también a Gramsci. El autor italiano considera que la iglesia católica ha logrado algo esencial de todo movimiento popular: la unidad entre los intelectuales y los “sencillos”. Retoma así un rasgo positivo de la religión, su capacidad de interpelar a amplias masas, su operatividad como sentido común.

Para Gramsci, la filosofía de la práctica debe lograr la misma unidad entre teoría y practica, entre la elite de intelectuales y el hombre de la masa. Debe crear una fe, consolidarse como sentido común.

Mientras los intelectuales no hagan el trabajo de acercarse a las masas y traducir sus expectativas y necesidades en un lenguaje coherente y conceptual, no logrará la masa su autoconciencia; es decir, ser conscientes de sus intereses reales. En este sentido, lejos de todo fatalismo determinista, la formación de un sujeto histórico depende de la acción del partido y sus intelectuales en la construcción de una nueva fe.

Para Antonio Gramsci la iglesia católica era un modelo a imitar políticamente, debido a la convergencia en ella de la elite y la masa de los fieles

A modo de conclusión, podemos preguntarnos lo siguiente ¿puede un ser histórico realizar su singularidad sin un mito?, ¿sin una utopía que proyecte al ser histórico hacia la totalidad de lo abierto?

Sin reconocer y afirmar la potencia del mito nos queda el pesimismo del fin de la historia. Abrazaríamos la mentalidad derrotista del postmodernimo, donde ya todo da igual, ya todo es lo mismo. Como diría el filósofo italiano Agamben, estaríamos condenados a no ocuparnos más que de nuestra propia animalidad, quedando para siempre cerrado el reino cualificado, el bios, el plano de las tareas propiamente políticas e históricas- por lo tanto- humanas.

La historia dejaría de moverse, el sujeto dejaría de existir, retornando a la pobreza de mundo de la animalidad.

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