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sábado, noviembre 23, 2024

La moda que esta re out en la cultura

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Derian Passaglia escribe sobre el snobismo, la cultura de masas y el consumo irónico, cuestiones que parecen centrales en el mundo de la cultura contemporánea.

Por: Derian Passaglia

Hace poco leí la nota de una escritora de moda entre la intelectualidad de clase media progresista porteña. Con la apariencia de una reflexión, la escritora (también periodista, divulgadora y filósofa, cualquiera de estos calificativos son intercambiables en su biografía) notaba que ya no es cool hablar de alta y baja cultura.

“Entre la gente pretendidamente culta -dice- es más bien la contraria: comentar con orgullo el fanatismo por un género musical o televisivo mal visto, sumarse a tal o cual ritual popular como si siempre se hubiera participado de él, prenderse de la masividad sin ironía con la confianza de que los demás saben, en el fondo, que una consume eso mismo”. La última tendencia en el modo de participar de la cultura es a través de la ironía y el consumo. El fanatismo por un género “mal visto” del que habla no se sabe si corresponde a las condiciones de producción o recepción, y en esa ambigüedad parece haber una clave.

La escritora se encontraba a veces a sí misma cantando hits de moda o mirando Intrusos, programa de chimentos a la hora de la tarde, y expiaba sus culpas asegurando que esa nueva forma de acercarse a los objetos del mundo era “una forma renovada y retorcida del esnobismo”. Me llama la atención la obsesión por el esnobismo en las clases medias y altas de una cultura nacional.

En el primer tomo de En busca del tiempo perdido, Proust narra la vida del personaje Swann, un aristócrata maduro, un hombre soltero y bien, que se enamora de Odette, una chica de posición social inferior. Para el narrador, Odette es una snob. Le gusta ir a fiestas donde se congregue la intelectualidad (Swann, por otra parte, no conoce a nadie de los que asisten y en ese desconocimiento hay una marca de clase), le gusta la plata y los muebles antiguos que no reconoce como el narrador y Swann a qué siglo pertenecen.

El esnobismo según Borges es una pasión argentina, y convierte a uno de sus mejores personajes, el poeta Carlos Argentino Daneri de «El Aleph», en un snob que habla de manera afectada y con palabras difíciles. César Aira asume directamente su esnobismo, cambia el signo de lo snob, que generalmente no se asume como tal. ¿Quién estaría orgulloso de llamarse snob? La escritora de la nota, para referirse a una manera ya perdida de “habitar” la cultura a través de una perspectiva ingenua, remite a su propia infancia, donde “le explicaba a cualquiera los argumentos de las telenovelas de la tarde con la misma convicción con la que memorizaba frases de Jane Eyre”.

Pareciera que el esnobismo es una perspectiva, una forma de ver el mundo atravesado por el cinismo, la distancia, la sospecha, donde interviene una relación de amor-odio con el objeto, al que se considera un elemento que genera pertenencia a un determinado sector. La RAE, según Wikipedia, define al snob como «persona que imita con afectación las maneras, opiniones, etcétera, de aquellos a quienes considera distinguidos». Con la masificación de medios y el fácil acceso a la cultura de este tiempo, el snobismo volvió a cambiar su signo.

Las clases medias y altas se acercan a la cultura popular a través del “consumo irónico”, que supone una conciencia muy grande, una autoconciencia extrema, en base al objeto que se consume. Por un lado, se trata en principio de “consumo”, una categoría propia del sistema capitalista neoliberal. Antes que el gusto, antes que la finalidad sin fin kantiana, el placer del texto, el disfrute del arte por el arte mismo, se pone de manifiesto que Intrusos, la novela de la tarde o la música que suena en la radio, son bienes desechables e intercambiables por otros, como los gatitos de plástico que mueven la cabeza de los bazares chinos. Por otro lado está la ironía, una forma de disfrazar el desprecio de clase por un producto cultural que no fue dirigido a su clase, sino a las amas de casa, a las empleadas domésticas, a las señoras, a los negros de la villa, a los cabezas, a las Jenni y a las Jesi, a los Brian y los Kevin.

Me pregunto si será posible cambiar la perspectiva. Cuando salió Intrusos en el espectáculo al aire yo tenía trece años. Desde ese momento hasta ahora, con un hueco en el medio donde me alejé determinantemente de todo mi pasado por la pasión snob, nunca dejé de verlo. Mirar Intrusos me hace sentir que mi abuela vive, que estoy cerca de mi mamá y mi tía, de sobremesa, a punto de dormir la siesta. Para mí, no representa solamente un consumo, es como otro familiar en la mesa. No puedo pensarlo de otra manera porque se trata de un sentimiento, pero soy consciente de que mi mirada es ingenua y hasta cursi.

Ayer estaba escuchando Leo Mattioli en Spotify después de haber dado dos clases en la escuela a la mañana y otras dos por la tarde. Era viernes por la noche. El cansancio, cuando baja el sol, aparece de golpe, como una manifestación. No es que yo no estuviera cansado, más bien es como que me doy cuenta del trabajo acumulado de la semana. Me tiré al sillón. Hacía frío, prendí la estufa. Me puse a completar la lección del día de alemán en Duolingo, una aplicación para aprender idiomas. Entonces me vi a mí mismo: estaba escuchando cumbia santafesina de un cantante denunciado por misógino, ídolo de mi adolescencia y que cada tanto vuelvo a sentir con la misma intensidad, al mismo tiempo que estudiaba un idioma que no es de fácil acceso para todos. ¿Cómo podía darse esa yuxtaposición de elementos de la cultura que parecen irreconciliables?

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