Derian Passaglia reseña la película El demoledor (1993), una distopía fascinante sobre un mundo plenamente «civilizado», agobiante corrección política y apología a la vida saludable.
El demoledor (1993) muestra una sociedad policial por demás de civilizada. No se permiten insultos en lugares públicos e instituciones, hay una máquina que los registra y emite un papelito con una multa. Los modales ya no son los de antes. Los ciudadanos visten todos iguales, con una túnica larga y grisácea, sombreros de tela que los hace parecer recién egresados de universidades privadas. El contacto físico, en la intimidad, está prohibido. Para tener relaciones sexuales hay que ponerse un dispositivo tecnológico en la cabeza que proyecta una realidad virtual de luces saturadas y sombras lisérgicas. Taco Bell, una cadena popular de comida rápida, se volvió un restaurante refinado donde sirven porciones minúsculas de una comida sin consistencia, al ras del plato, que parecen manchas de humus sin sabor. Este es el siglo XXI, año 2032: se erradicó completamente la violencia, la alimentación es sana, la vida es saludable, las relaciones ya no son físicas, ni la policía está entrenada para detener a un delincuente como Simon Phoenix.
Si se quiere comer una hamburguesa de rata, hay que descender a los infiernos dantescos de los desagües, donde la realidad es otra. Hombres, mujeres y niños se hacinan entre pasillos mugrosos, chatarras del pasado y una podredumbre estructural que tiñe las paredes de colores ocres. Los pobres viven abajo de las alcantarillas. Viven como si fueran punks, con camperas de cuero negras y puntas afiladas en los hombros, largos sobretodos de pana y guantes de lana recortados en los dedos. Sus caras transpiran, una marca de grasa recorre las mejillas. La diferencia entre ricos y pobres, entre la civilización y la barbarie, es parte de la forma de vida de la ciudad de Los Ángeles. Pero los pobres no están contentos con esta distribución social, quieren salir a la superficie, y de hecho a veces salen a robar comida. Salen y vuelven. El doctor Raymond Cocteau, el creador y alcalde de la sociedad ultra civilizada, los mantiene sometidos en las alcantarillas. Edgar Friendly es el líder de los pobres, un insubordinado que Raymond Cocteau planea matar contratando secretamente a un matón de otro siglo como Simon Phoenix. Edgar Friendly pronuncia un discurso frente a Sylvester Stallone:
-Verás, según el plan de Cocteau, yo soy el malo porque suelo leer. Me gusta pensar. Libertad de expresión, libre para elegir. Soy de los que van a un café y digo: ‘vaya, ¿comeré un T-bone o un platón de agujas norteñas con papatas en salsa espesa de graby?’ Me gusta el colesterol, quiero comer tocino, mantequilla y grandes trozos de queso. Quiero fumar un habano del tamaño de Cincinnati en la sección de no fumar, quiero correr por las calles desnudo con gelatina en todo mi cuerpo leyendo la revista Playboy. ¿Y sabes por qué? Porque tal vez tenga la necesidad, ¿me entiendes? He visto el futuro, ¿y sabes cómo es? Un célibe de cuarenta y siete años en piyama tomando un licuado de brócoli, cantando: ‘soy hot-dog de soya’. Si vives arriba Cocteau ordena lo que quiere, cuándo quiere y cómo quiere. ¿Alternativa? Ven aquí y muérete de hambre.
La sociedad está fracturada en dos por elecciones de ética política. Los que no se adaptan al régimen instaurado por Cocteau están condenados a subsistir en la pobreza, en condiciones de vida de extrema miseria. Extrañan el pasado, melancólicos de la libertad del viejo sistema de orden social del siglo XX, antes de los desastres… Extrañan la determinación de los individuos a cualquier costo, y no están dispuestos a renunciar a esa falta de derechos, porque se trata de la lógica racional del ser humano que será defendida hasta la muerte. Allá arriba, en cambio, las personas no se diferencian unas de otras, la moral censura las formas que no se adaptan a las reglas, el mundo es chato, aburrido pero pacífico.
Sylvester Stallone y Simon Phoenix representan los valores del pasado, son torpes y vulgares para las formas de socialización del nuevo siglo. Fueron descongelados treinta y seis años después de haber sido condenados a la cárcel. En el futuro de El demoledor, los presos se descongelan. El mundo es otro, y Sylvester Stallone no tiene nada que ver con una sociedad donde ya no se usa papel higiénico. La pobreza se produce por causas políticas, y los que se exilian a las alcantarillas son pobres que no nacieron en la pobreza, sino que se vieron obligados a formar una casta social nueva de acuerdo a una serie de creencias comunes alrededor de determinadas ideas sobre lo que debería ser una sociedad. La pobreza fue una consecuencia de la falta de poder. Un pobre con poder transformaría las condiciones de vida existentes. Para determinada concepción del mundo, la pobreza es el resultado de una decisión existencial del individuo.