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viernes, noviembre 22, 2024

El heladero

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En esta nota inspirada por Rubén Darío, el color local se revisa en la figura del heladero, tópico que invoca el costumbrismo, los nacionalismos, Borges, John Carpenter y Wallace Stevens. ¿Qué es lo verdaderamente nuestro, lo latinoamericano?

 

Por: Derian Passaglia.

 

Una crónica parisina de Rubén Darío de 1902, titulada “La canción de la calle”, aparecida en La caravana pasa, el libro que recopila sus textos periodísticos de la época para el diario La Nación, me inspiró la idea de esta nota. Rubén Darío se maravilla por un París idílico de cantores ambulantes a los que llama “los troveros del arroyo”. Se trata de bohemios, personas que viven de las propinas, lo único que pueden vender es su propio talento. Los imagino como una figura tradicional: hombres sentados en banquitos tocando un acordeón de notas suaves, vestidos con remeras ajustadas de rayas horizontales, en una callecita empedrada de Montmartre. Para la imaginación modernista que inventó la cultura americana, París era hermoso hasta en su decadencia.

El protagonista Ignatius Reilly vende perritos calientes en la traducción de Anagrama de la novela La conjura de los necios. A pesar de que dejé por la mitad hace décadas la obra de John Kennedy Toole considerada de culto, me acuerdo siempre de ese dato. Pienso ahora que me llama la atención el hecho de que un personaje trabaje como vendedor ambulante. Los veo en los trenes, en las calles, cuando pasan golpeando las manos en la puerta de casa de mi mamá, allá en Rosario.

Un vendedor ambulante necesariamente tiñe de color local a un relato, esa maldición costumbrista de la que Borges quiso escapar toda la vida. El color local fue una de las formas más poderosas de la imaginación para levantar naciones desde sus cimientos en Latinoamérica. ¿Qué teníamos de propio? ¿Qué era lo verdaderamente nuestro? Según la famosa anécdota de Borges, en el Corán no hay camellos. No importa si es cierto o no, lo que importa es el efecto que genera y cómo le sirve a Borges para ambientar sus relatos en Babilonia, en Irlanda o en Uruguay.

El color local puede ser una construcción igual de válida para escapar de los nacionalismos y la exaltación patriótica donde toda literatura parece estar subordinada a otras intenciones que no son las artísticas. Otro poeta modernista, Wallace Stevens, usó la figura del heladero en el poema “El emperador del helado”. La simbología encriptada y hermética lo vuelven muy difícil de descifrar. Por el título, pareciera un himno, un canto a ese trabajador de tardes y siestas que alegra a los chicos. Pero el poema habla de otra cosa, invoca al emperador del helado para contrarrestar la muerte. El heladero representa la vida:

Llamen al que arma los cigarros gruesos,

al musculoso, y pídanle que bata

concupiscentes cuajos en un bol.

Que las muchachas anden por ahí

con los vestidos que les gusta usar.

Y que los chicos vengan con sus ramos

envueltos en papel de diario viejo.

Dejen que se termine la apariencia.

No hay otro emperador que el del helado.

 

Retiren de la cómoda de pino,

ésa a la que le faltan dos perillas

de vidrio, aquella sábana que tiene

las palomitas que bordó hace tiempo

ella misma, y extiéndanla de forma

que le tape la cara. Si los pies

callosos sobresalen, será para

mostrar qué fría y qué callada está.

Que la lámpara, fija, la ilumine.

No hay otro emperador que el del helado.

 

Flores, cigarros gruesos y helados en la primera estrofa se yuxtaponen a los pies callosos, una lámpara fija y una cara fría y callada. El emperador del helado es el elemento disruptivo de la muerte, la opción por la vida y la alegría, en un poema que no parece optimista pero que lo es. ¿Quién no se emocionó, alguna vez, escuchando la musiquita del heladero en el barrio?

En Estados Unidos, los heladeros andan en camioncitos blancos y venden una crema horrible que no tiene nada que ver con los helados de esta parte del mundo. Esos camioncitos aparecen en películas de terror, ayudan a crear un clima siniestro en un ambiente cotidiano. En Asalto al precinto 13, de John Carpenter, una nena rubia con dos largas trenzas en el pelo le pide un helado al heladero, que está pendiente del espejito retrovisor. Parece esperar algo o a alguien. Le dice que está cerrado, pero la nena insiste. Al final se lo vende, y la nena se va contenta caminando por la calle con su candy blanco en un vasito comestible. El heladero sigue en la suya, preocupado, hasta que por la ventanilla aparece un rubio de remera negra desteñida y lo mira de frente. El heladero se sobresalta. El rubio lo saca del camioncito, lo apoya contra la puerta y le abre la boca con una mano, mientras le mete el caño de una pistola con la otra.

El heladero pasa en el silencio pesado de las siestas rosarinas bajo el rayo del sol. Viste todo de blanco, y una gorra blanca lo salva de insolarse. Se sabe que el heladero pasa porque se escucha Para Elisa en un sonido monocorde. Vende palitos de agua de distintos sabores: frutilla, vainilla. También vende helados de crema americana, dulce de leche o chocolate. Los palitos bombón son la estrella del heladero. Hay gente que puede comprar los potes en los que vienen tres gustos, quizá la mayoría no.

Para que el heladero no sea parte de un simple marco, el color local que tanto miedo le daba a Borges, habría que pensar su uso y función. ¿Por qué no podría ser un héroe de novela perseguido por una red de narcotraficantes vinculados al poder político o al mundo del fútbol? Un heladero puede ser cualquier cosa que la imaginación permita, y para eso no es necesario el contexto, porque aunque siga perteneciendo al color local, a la figura la definen sus acciones.

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