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viernes, noviembre 22, 2024

Inaceptable intromisión eclesiástica en asuntos propios del Estado

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La pretensión de evitar que el Gobierno, en uso de sus atribuciones constitucionales, designe un ministro de la Corte Suprema de Justicia, afecta gravemente a las relaciones institucionales entre la Iglesia y el Estado.

 

Las relaciones del Estado paraguayo y la Iglesia Católica han sido tradicionalmente amistosas, con excepción de algunos momentos puntuales de la historia nacional. Un innecesario momento de tensión, sin embargo, se vivió esta semana, con la designación de un ministro de la Corte Suprema de Justicia

En una desacertada maniobra más propia del oportunismo político que del cumplimiento de la misión espiritual de la Iglesia, el arzobispo de Asunción, Edmundo Valenzuela, expresó públicamente su rechazo a la designación del senador Víctor Ríos como nuevo ministro del máximo tribunal de la República.

No contentos con ello, las autoridades eclesiásticas llegaron incluso a convocar a sus fieles a manifestarse contra tal nombramiento, alegando presuntos “desvíos” doctrinarios por parte del candidato en cuestión (quien finalmente obtuvo el acuerdo del Senado y la ratificación para el cargo por parte del Poder Ejecutivo)

Finalmente, la actitud de las autoridades católicas rayó en la ridiculez, puesto que prácticamente ningún fiel católico acompañó las directivas de su desatinada jerarquía, demostrando que la feligresía tiene otros problemas más importantes que la defensa de los intereses políticos de grandes grupos económicos.

Es necesario expresar que las relaciones entre el Estado paraguayo y la Iglesia Católica están perfectamente delineadas en el artículo 24 de la Constitución Nacional.

“Quedan reconocidas la libertad religiosa, la de culto y la ideológica. Las relaciones del Estado con la Iglesia Católica se basan en la independencia, cooperación y autonomía”.

Independencia y autonomía son aquí dos conceptos cruciales, que están orientados a expresar el respeto que ambas sociedades se deben mutuamente. A nadie se le ocurriría, por ejemplo, que el gobierno nacional objete la designación de obispos, ya que esa es una atribución exclusiva y excluyente de la iglesia (pese a que existieron notorios casos en los que esos nombramientos fueron tremendamente nocivos no solo para la reputación eclesiástica, sino hasta para la imagen internacional de la República).

Por la misma razón, es inaceptable que la Iglesia interfiera en la designación de las autoridades estatales, máxime -como en el caso del senador Víctor Ríos-, cuando todos los presupuestos constitucionales habían sido cumplimentados al pie de la letra, y el candidato no presentaba ninguna objeción “moral” digna de ser señalada.

Creemos que esta fallida intervención de la Iglesia en asuntos propios de la esfera estatal debe servirle de experiencia de cara al futuro al episcopado paraguayo. La historia debería servir de experiencia.

Ya en 1898, cuando el Estado paraguayo aprobó la ley del Matrimonio Civil, la autoridad religiosa de la época se interpuso para evitar la promulgación de la norma. Otro tanto aconteció en 1991, cuando el Congreso, en uso de sus atribuciones constitucionales, aprobó la Ley del Divorcio.

Por lo demás, la desafortunada actuación del arzobispo Valenzuela, dejó en la ciudadanía la impresión de que la iglesia se encuentra alejada de su misión social y evangelizadora, prefiriendo actuar como soporte espiritual de los poderes fácticos

Cabe señalar que esta postura nada tiene que ver con la actitud militante asumida por la Iglesia en otros tiempos, ya que entonces eran valores esenciales los que estaban en juego: la vigencia de los derechos humanos y el respeto por la inalienable dignidad humana. Pero está claro que no ha sido esta la situación.

Las opiniones de la Iglesia, y para hablar con mayor propiedad, de las iglesias, siempre serán atendibles, dado que forman parte de nuestra identidad cultural como nación. Lo que no puede ser aceptado bajo ningún punto de vista es que autoridades eclesiásticas atropellen el texto constitucional y pretendan que el Estado, expresión máxima de una sociedad constituida por todos los ciudadanos, de los más diversos credos, confesiones y convicciones, renuncie a la independencia y la autonomía que la Constitución le otorga a la hora de manejar los asuntos que son propios de su jurisdicción.

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