Paranaländer reivindica la resaca de Fitzgerald, el crack-up que fisura la realidad con su tukumbu de palabras sacras, el ayvukue rapé de la escritura.
Por: Paranaländer.
Infancia en un mandarinaty. Casa con parralera bajo la cual se reunía una numerosa familia los domingos: aún oigo sus voces fantasmales, agudas y alegres. La familia es la sangre, el resto es literatura. El materialismo de la sangre.
Falando de literatura, entre mis vecinos, parranderos y músicos nocturnos, los Leguí, uno, el hermano mayor, se pavoneaba con sus ínfulas de médico ñana: leía libros de ocultismo. Pensaba -como siempre me veía con un libro en la mano- que yo pertenecía a alguna secta o hermandad parodiada por Umberto Eco en “El péndulo de Foucault” (que yo, a su vez, siempre leía mal como El pene de Foucault).
La música de mi infancia: cumbia de tierra adentro, Discos Fuentes del alma. Y, perifoneada desde la seccional colorada (ya me repito), She’s a woman de los lembutoro de Liverpool y Cotton fields de Credence.
Solo me faltaba Yanka. El paraíso, en suma. Aquello de Dante: no hay dolor más grande que recordar el tiempo feliz en la kaiguetismo.
Mi teoría sobre la vida: ya todo aconteció, lo que hacemos todos los días es descifrar la piedra roseta de lo vivido.
Suelto más cosas, mis ideas sobre todas las cosas (en especial para esa gente que vive en mi entorno y que normalmente queda anonadada ante ciertas reacciones mías).
Como un héroe de John Ford, soy callado y casi sin emociones. Nunca demostrar emociones ni menos hablar de ellas. Fuera toda confesión freudiana. Distancia ante la vida, todo lo posible, primera ley. La vida, esa cosa monstruosa o risible que pasa cerca sin que me caliente. No me compete. Soy su convidado de piedra. Solo soy fiel a la música del silencio de mis interioridades: dos o tres pesadillas repetitivas desde la infancia.
Parafraseando sin rigor a Rigaut: la pistola del hastío es mi libro de cabecera.
No me interesa nada, ni tu película sobre indios en peligro de extinción ni tu meló progre.
Sí me revela que en un país sin bibliotecas públicas y donde la juventud no lee, cínicos libreros mercadeen los libros a precios astronómicos. ¿No te da pio aunque sea un chiqui de vergüenza, fariseo, mercachifle? ¡Que la hoguera te reduzca a ceniza de cigarrillo, aña kusugue!
Mi yvy maraney particular: un islote verde de bambúes donde pasar la vida bebiendo caipirinha de guavirá y comiendo tapiocas.
Los borrachos suelen ser atacados por el llanto, ese chenga ruvara burgués, canto-lloro que brota como flor en la ladera del volcán leopardiano. Los chinos aullaban en público. Yo soy más de la secta fitzgeraldiana: la resaca, el crack-up como lo llama en su famoso texto Francis Scott, es un valle luminoso donde la escritura refulge como un sol prístino y mitológico, casi hermano, franciscano.
Las palabras flotan en los átomos del alcohol que burbujea su malhumor diurno.
Quizá escriba ese poema cuyo título es del Rey Tinta Nick Cave: la vagina de Abril Lavigne.
Perhaps despierte un domingo del pasado viendo a Doris Day preparar el desayuno a su nutrida familia rubicunda.
O escriba esta columna un veneris dies, día del amor furibundo, que espera en forma de aparición femenina bajo ese árbol-dios, el yvapovo luqueño.