«En su carácter disruptivo y creador de un lenguaje nuevo y único, el tango se convierte en el antecedente directo de la cumbia villera desde el momento en que sus universos de representación usan las mismas figuras». Por: Derian Passaglia
El poeta Nicolás Olivari nació en una casona antigua del barrio de Once, entre las calles Sarmiento y Paso, en el mismo momento en que nacía el siglo XX. Su pertenencia a tal o cual corriente literaria no parece quedar del todo clara. Wikipedia menciona al grupo Boedo como su lugar identitario, a la Editorial Claridad y al Café El Japonés, un bar histórico de la Ciudad de Buenos Aires con dos sedes: una ubicada en Cerrito y Lavalle, pleno centro, y la otra en avenida Boedo al 873. El Japonés era frecuentado por figuras importantes de la literatura considerada social y arrabal del momento, como Álvaro Yunque, Leónidas Barletta, Elías Castelnuovo y Roberto Arlt; también personajes vinculados al tango, como Juan de Dios Filiberto, autor de la letra “Caminito”, y jugadores y dirigentes del Club Atlético Huracán.
Olivari no se siente cómodo en el grupo Boedo, donde los líderes Castelnuovo y Barletta lo expulsan finalmente por su primer libro de versos La amada infiel, de 1924, que lo lleva a buscar refugio en el grupo Florida, de estética totalmente opuesta. Los escritores de Boedo -recuerda Yunque- querían transformar el mundo y los de Florida se conformaban con transformar la literatura. Aquéllos eran revolucionarios; éstos, vanguardistas. Los líderes del grupo Florida, que además de vanguardistas pertenecían a una clase social superior a los de Boedo, elemento que tensa los límites entre el centro y la periferia, reciben con alegría el siguiente libro de Olivari, La musa de la mala pata, de 1926. Si el lugar de Olivari en la literatura argentina es controvertido, incómodo y turbulento, su tiempo es la década de los veinte.
La ciudad pujante con sus luces de brillo nuevo, la marginalidad latiendo en esquinas oscuras de un descampado, las enfermedades sin cura y el abandono humano conviven con el lujo de mansiones y trajes importados. Los anuncios publicitarios en carteles, revistas y espacios públicos son toda una novedad; al mismo tiempo, en las calles de tierra profundas del barrio alguien muere acuchillado, un nene con la cara sucia anda descalzo pidiendo monedas. Estas visiones del mundo moderno se presentan como una contradicción que Olivari resuelve girando la cabeza para un solo lado, definiéndose por los que considera sus iguales, los derrotados y vencidos, los pobres, “los malevos, los italianos, buenos y borrachos / de mis recuerdos”. Su predilección por la marginalidad es ética, estética y política.
Para José Isaacson, Olivari reacciona a la chatura pseudointelectual de su medio. Su poesía es sentimental y ruda, mezcla que podría imaginarse como un Pit Bull Terrier ladrándole rabioso a la luna una noche de rocío centelleante sobre el pasto. Para Murena, en la realidad cruda que el poeta pretende retratar hay una ternura. José González Carbalho afirma que anarquiza la expresión, y lo declara poetas sin alas, o de alas pesadas como el albatros de Baudelaire. La imagen de un poeta sin alas es particularmente linda: condenado a vagar por la tierra, su limitación se vuelve una forma de conocimiento de la realidad.
Oliverio Girondo, por otra parte, habla de una agresividad nihilista para su poesía, y una disociación entre la moral y la literatura. Guillermo Ara va más allá en la combinación creativa de vocablos conceptuales: tenebrismo barroco, vocinglería popular, cruda animalidad, feísmo, pose de truhán o de canalla. La ciudad es el espacio privilegiado en Nicolás Olivari, esa urbe que nos soporta diría la Academia Porteña del Lunfardo al rendirle un homenaje al año de su muerte, donde Olivari estableció su lugar de enunciación en las capas que se suceden de la pobreza para abajo. Ángel Mazzei subraya su imagen de hombre ciudadano, la creencia en el hombre como una utopía y un destino.
Olivari se mueve en un mundo poético -sintetiza Juan Pinto- como quien siente vergüenza de cantar a las rosas existiendo en el pozo del mundo tanta negrura, tanta fealdad, tanto hambre y tanta cosa oscura negando el espíritu del hombre. Carlos Mastronardi recuerda una frase que pronunció Roberto Arlt en una conversación sobre escritores europeos con otros escritores nacionales. Arlt, que había permanecido en silencio durante toda la charla, de repente se levanta y dice: “A mí solo me interesan las prostitutas y los ladrones”, y se va. José Isaacson imagina que el personaje de la anécdota podría haber sido el mismo Nicolás Olivari. Y termina su semblanza con otros calificativos no menos imaginativos que los de Guillermo Ara: poeta de la inmigración, producto del conventillo ciudadano, desacralizador, poeta de los lumpen, una vida que transcurrió en los cafés con señoritas que tocan -o simulan tocar- un instrumento y donde todo es más o menos funambulesco.
Esta breve glosa crítica tiene la intención de mostrar que cualquiera de los adjetivos adjudicados a Nicolás Olivari para describir su poesía podrían aplicarse tranquilamente a los autores de las letras de cumbia villera como Pablo Lescano, Ariel el Traidor, Hernán Coronel o L-Gante. En su carácter disruptivo y creador de un lenguaje nuevo y único, el tango se convierte en el antecedente directo de la cumbia villera desde el momento en que sus universos de representación usan las mismas figuras: el barrio y su melancolía, las criaturas humildes y desprotegidas que caminan por sus calles, el alcohol y estupefacientes varios, el cuerpo deseado de la mujer irreverente, una voz de expresión anárquica que se pronuncia contra los sistemas de organización del mundo.
Anunciando de alguna forma el final del poema, la mujer de “La rezagada”, incluida en La musa de la mala pata, parece un cadáver desde el principio, como si no hubiera otro destino que la muerte para una vida así. Una mujer sola, despreciada y olvidada, que “como es tan fea y tan insignificante / hasta la dejan tranquila los vigilantes”. Para profundizar su soledad y el realismo, Olivari usa dos recursos: la enumeración de los posibles clientes, a los que debía conocer como un etnógrafo en su recorrida por el barrio (“no la urgen ni los cocheros, / ni los chauffers, ni los extranjeros”), y por otro lado la referencia real, la intersección de las calles por donde para la rezagada: Córdoba y Suipacha, límite fronterizo entre los barrios de Retiro y San Nicolás, pleno centro.
El deterioro en la rezagada se produce por acumulación: el trasero pelado, el tapado sin pelo, la cara despintada. Algo que se deteriora pareciera despojarse de sus elementos y su esencia, como pasa por ejemplo en el deterioro cognitivo, o como cuando a la chapa del techo de una casilla le da de lleno el sol y la lluvia día tras día y el óxido la corroe por dentro. En la rezagada, el deterioro funciona como el peso de los años y la experiencia. Una mariposa chamuscada y una mona vieja, dos animales que Olivari usa para la comparación, ofrecen una imagen triste y melancólica de la rezagada.
La misma forma poética, el mismo modo de abordar a su objeto se ve en “Mabel” de Pibes Chorros. Mabel se llamaba mi abuela. Una mujer visiblemente deteriorada, donde se comprende que la mala vida, los excesos, el efecto de la marginalidad y la pobreza, la convirtieron en un despojo humano. La descripción es el eje que estructura los dos textos, el poema y la letra, la rezagada y Mabel, pero mientras que Olivari señala y denuncia una situación de la realidad quizá con cierta tristeza y desolación, el tema de Pibes Chorros se interroga sobre ese cuerpo a la deriva casi de sus actos: “Mabel, se te ve arruinada. / ¿Será por el escabio / por la yerba o por la pasta?”.
El modo de enunciación es directo. Ya no la prostitución, sino otras formas de la marginalidad socavan la identidad de Mabel. La tristeza y la desolación, dos sentimientos asociados a la forma en que Olivari mira a su mundo, en la Argentina en crisis de principios del siglo XXI se transforman en caricatura festiva, una normalización de la realidad. Olivari no se acostumbra a las injusticias, los Pibes Chorros nacieron con ellas. En un estado deplorable, Mabel parece bailar: “La yerba te está arruinando. / Y te vas pa’ adelante, / y te vas para atrás Mabel. / Qué mal te está pegando”. Su danza es un anuncio, como en Olivari, pero un anuncio secreto. Mabel mira el mundo arder mientras danza, mientras el cantante persigue sus movimientos ajenos a su voluntad y se emborracha de solo mirarla.
En las últimas cuatro estrofas, el poema de Olivari da un giro en la representación, y el yo que dice yo cambia el registro y ofrece una moraleja. De grotesco criollo pasa a convertirse en un mensaje de denuncia política, advirtiendo quizá a los funcionarios o representantes del poder las consecuencias que tienen sus desmanejos para la vida moderna. Mañana o pasado, pasado mañana, el mes que viene, el año que viene, no importa el día. La razagada “flotará en un punto muerto” del río, con “el montecito de su carne cansada, / vulgar accidente del puerto (…) Y esto es lo triste, hermanos, lo que daña / hasta el asesinato político”. Olivari no se puede contener, porque sin el mensaje declamatorio, sin el dedo acusador levantado, la potencia del poema hubiera sido otra. El mensaje de los Pibes Chorros no es hacia las autoridades políticas, porque saben que no serán escuchados, porque no les importa relacionarse más que con iguales, sino hacia el propio objeto: “Mabel, pará de fumar”. Este cambio en la representación, a la vez que suprime la denuncia explícita, permite acercarse con familiaridad al objeto.