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sábado, noviembre 23, 2024

Proust y la cumbia villera

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“Proust, de alguna manera, corrige a Kant: así como la belleza, el gusto también puede ser universal”. Por: Derian Passaglia

Proust está en la casa de la chica que le gusta, Gilberte, en una velada de la que también participan los padres de ella, Swann y madame Swann. Van a salir a pasear, y Gilberte sube al cuarto de lencería para cambiarse. Madame Swann aprovecha, en ese momento de espera en el que mucho no se puede hacer, para tender sus hermosas manos sobre el piano, manos que salen de las mangas rosadas o blancas, con frecuencia de colores muy vivos de los vestidos de crêpe de Chine, con la misma melancolía que tenía en los ojos y que no existía en su corazón. Madame Swann toca una parte de la sonata de Vinteuil, esa que Proust y Swann aman. Es un momento íntimo y delicado, Proust apenas puede esconder la ansiedad que le produce la proximidad de Gilberte, y sus suegros que todavía no son suegros lo saben. Enamorado, loco y perdido, pero atento de no mostrarse nervioso, seguro por no dejar escapar las debilidades de su interior, como la gente rica de la que se rodeaba, que tenía que andar careteando, a Proust se le revela que no se escucha nada cuando se trata de una música un poco complicada que se escucha por primera vez.

Esa primera vez se repite en el tiempo. Madame Swann toca una sonata que Proust conoce perfectamente, pero siente como si la estuviera escuchando por primera vez. ¿Qué es lo que cambia? El intérprete es una mujer a la que Proust siente el deseo de agradar, el contexto lo obliga a tensar sus sentidos, el piano es de uso doméstico en un salón de la alta sociedad francesa. Si en la primera audición, para Proust, no se escucha nada, entonces la segunda y la tercera, la cuarta y la quinta, son también primeras escuchas, y no habría motivo para que se entendiera algo más en la segunda. Para resolver esta paradoja, recurre a una explicación que lleva al centro mismo de su poética, atravesada no por la razón sino la memoria. La inteligencia no participa de las cuestiones artísticas importantes, asociada al ingenio y al cálculo, y son la sensibilidad junto con la memoria, valores capaces de desarrollar el arte humano en su máxima expresión.

Lo que falla en esa primera audición es la memoria, porque la complejidad de lo que escuchamos frente a ella es ínfima, tan breve como la memoria de un hombre que, al dormir, piensa mil cosas que olvida enseguida, o de un hombre vuelto a medias a la infancia, que no recuerda un minuto después lo que acaban de decirle. De esas impresiones múltiples, sigue Proust, la memoria no es capaz de proporcionar el recuerdo en su inmediatez. Las causas de esa imposibilidad para conquistar una música en su totalidad de una sería cierto psicologismo, porque reside en la base de las estructuras mentales una incapacidad con respecto a la memoria. Olvidamos lo que nos dicen, olvidamos lo que escuchamos, no retenemos otra cosa que no sea de nuestro interés, y muchas veces hasta eso mismo se nos escapa, y por el contrario recordamos datos inútiles, que no sabemos por qué andan ocupando espacio en el cerebro, y así recitamos sin respirar fechas de cumpleaños de actores de Hollywood, el orden de las preposiciones del castellano o la formación completa de un equipo titular de hace muchos años: el melli García, Víctor Salazar, Donatti, Pinola, Pablo Álvarez o Villagra, Walter Montoya, Nery Domínguez, Cervi, Bochón Lo Celso, Ruben y Larrondo.

La memoria puede ser un límite de las capacidades humanas al enfrentarse con el arte por primera vez, pero no es el único factor que provoca la apariencia de novedad cuando escuchamos la sonata de Vinteuil o La danza de los mirlos. Proust no tiene en cuenta el medio, que se pierde en la escritura misma, las palabras construyen la situación y no se consideran al momento de reflexionar sobre las condiciones de recepción del arte. Los ejemplos y comparaciones se acumulan: escuchar una música, una obra maestra de la música, es como el chico que leyó y releyó una lección antes de dormirse, pero se acuesta con la sensación de no saber nada, y al día siguiente se despierta, nervioso, y la recita como si fuera un médium poseído entre las palabras y su cuerpo. La memoria se presenta como misteriosa, inaccesible a las razones de la escritura y del arte.

Las partes que se perciben primero de una obra, y esto le pasó al narrador proustiano con la sonata de Vinteuil, son las partes menos preciosas. El gran arte ofrece resistencias, cuesta asimilarlo, choca en una primera audición, y en una segunda, en una tercera y una cuarta, porque cada vez suena de manera distinta. Esta intuición se resuelve en Proust a través de la memoria, como si el recuerdo fuera fragmentos de una totalidad que solo pueden encontrar una forma última en el tiempo, y entonces Proust se acerca al tiempo, al pensamiento de que es el tiempo finalmente lo que nos revela una obra en toda su complejidad. Proust entiende que la belleza es inasible, y que siempre se nos está escapando.

Pensaba Proust que la sonata de Vinteuil, antes de llegar a las manos de madame Swann, ya no tenía nada para ofrecerle, y por eso pasó mucho tiempo sin escucharla, como esa vez en la adolescencia que dejé atrás un pasado, y cambié la cumbia villera por Spinetta, Sabina, etc, y un tipo de música que hoy no me representa nada más que un error, porque no puedo escuchar más de media canción de Spinetta y Sabina, o si escucho es de lejos y con asco, como si estuviera en cuarentena. Esa identificación con determinada música también revela la identidad del ser, porque son los objetos del mundo quienes la constituyen, y son esos objetos del mundo los que transmiten significados.

Se considera determinado autor, determinado género de música, un libro, un artista, una serie, como consumo cultural, una forma de entender la relación entre el que lee y escribe, el que produce y recibe, mediatizada por la mercancía. Proust encuentra la forma de salir de esta encrucijada, porque cuando habla de sus gustos no los entiende solamente como identificación, sino que los transforma, en una relación de simbiosis que cambia el signo de la concepción del arte mismo: la sonata de Vinteuil está asociada directamente al nombre de Marcel Proust. La prueba de esto es muy sencilla, no hay más que teclear el nombre de la sonata de Vinteuil en cualquier buscador de plataformas virtuales como Spotify o Youtube y descubrir que aparece una foto de la cara de Proust en blanco y negro, con la mano en la pera, haciéndose el interesante, mirando profundamente a la cámara. Esa forma de interceder sobre los propios gustos es crear genealogías, a la manera borgeana, participar del arte no como un simple consumidor, alguien que compra un par de ojotas, sino como un verdadero productor de sentido en el que el pasado y el presente proyectan el futuro, la historia participa de los acontecimientos del mundo. Proust, de alguna manera, corrige a Kant: así como la belleza, el gusto también puede ser universal.

En el lapso en que abandoné la cumbia villera como si fuera lo peor que se hubiera creado en la Tierra, la cumbia villera no me había abandonado a mí, como la sonata de Vinteuil no abandonó a Proust, sino que siguió siendo parte del ser, una parte dormida, en hibernación, y que fue solo a través del tiempo y de la maduración como pudo mostrar formas nuevas y desconocidas que había ignorado, o a las que no presté atención durante dieciocho, casi veinte años. No importa lo que pasó en el medio, importa diría Proust que yo pensaba que la cumbia villera no tenía nada más para darme, no era más que un dato oculto de una biografía cualquiera, y de repente, al toparme con una opinión ajena que negaba el carácter de arte del género, o al escuchar un tema nuevo de un cantante nuevo que renovó el género, me vi a mí mismo en el pasado, en la misma pieza en la que escuché cumbia villera por primera vez.

Las sucesivas escuchas de una sonata o un temita de cumbia villera podrían conectarse con este volver al origen, replegarse hacia los gustos seguros, identitarios, que reconocemos como otra parte más de nuestro cuerpo, y que como los bebés nos asombramos que tenemos, ya lo llevábamos adentro, siempre estuvo con nosotros. Aunque el mundo sea fragmento e instante, nostálgico de otro tiempo, así se va armando una totalidad ilusoria, que revela la belleza como algo que está siempre más adelante, y que lo único que podemos hacer es perseguirla, embobados, encandilados por su fulgor iridiscente. Un volver al origen para despegarse del presente, de los consumos, de las ideas que imperan en determinado momento en la sociedad, de las modas y los tiempos.

Vuelvo a escuchar cumbia villera para darme cuenta que la droga es un problema real en la representación del imaginario villero, y esa escenificación de la droga espanta al que escucha atentamente, escandaliza a determinada clase, propone una forma nueva y se para en una posición ideológica frente al resto. Proust sabe que hay melancolía cuando aparece el conocimiento de una obra ya escuchada, o que creíamos conocer, pero que en realidad solo conocíamos en parte. En el medio pasó el tiempo, y cuando llega la revelación de la obra por segunda, por tercera, por cuarta vez, lo que antes nos gustaba se escapa, huye, y aparece una parte nueva de la obra no conocida, entonces Proust se da cuenta que por no haber podido amar más que en tiempos sucesivos todo lo que le aportaba la sonata de Vinteuil, jamás la poseyó entera, y así el arte se parece a la vida: sucesiva en el tiempo, valoramos las mejores cosas cuando ya no las tenemos, lloramos sobre la leche derramada, queremos lo que teníamos pero ya no está, no existe o se fue.

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