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domingo, noviembre 24, 2024

Una lectura testimonial de El jardín de las maquinas parlantes. Parte 20

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«Laiseca, como Philip Dick, piensa que el mundo es representación y teatro, más que nada teatro, un juego de símbolos azarosos chocándose entre sí…» Por: Derian Passaglia

Los animales son eléctricos en ¿Sueñan los androides con ovejas eléctricas? porque ya no quedan animales en el planeta Tierra, se extinguieron en la última lluvia radioactiva. Las ovejas y las arañas, los sapos y los conejos son ahora la reproducción exacta de un animal real, metáfora que funciona como la obsesión que encarna toda la novela. Para Philip Dick, lo real es problemático, porque directamente no se puede saber qué es lo real, siempre existe la posibilidad de otra realidad, o que eso que llamamos “lo real” sea una copia. Qué escena hermosa cuando uno de los androides toma conciencia de que es la imitación de un modelo (el ser humano), y por lo tanto toda su existencia es una gran mentira, como si no existiera. Lo que se presenta como real es falso, y como la falsedad puede copiar al modelo pero no vivir realmente su vida, entonces el androide no existiría. Pero el androide existe en el planeta Tierra junto con los humanos y los animales eléctricos. Esa otra conciencia supondría una mayor complejidad, porque llevaría a pensar en la existencia misma. ¿Qué de todo esto que vemos y tocamos y sentimos es real? Como los androides no tienen empatía, son incapaces de sentir, su existencia en el mundo se reduce a una simple apariencia, como si fueran una cáscara, un maniquí parlante. La conciencia sola no basta para ser merecedor de lo real. La temática podría llevarse al nivel literario: ¿cómo considerar real una construcción ficticia? Quizá Dick se burla, en el fondo, de los escritores que se ilusionan con representar lo real, porque cualquier base que llamen “real” es puesta en duda. De por sí, la literatura misma sería metalenguaje, una ficción de la ficción de lo real.

Laiseca, como Philip Dick, piensa que el mundo es representación y teatro, más que nada teatro, un juego de símbolos azarosos chocándose entre sí, yendo y viniendo por el espacio, y que hasta las mismas leyes de la física son una constante provisoria, que puede cambiar de un momento para otro: “Todo el Universo se visualiza con interpretaciones parciales, correctas sólo para un determinado entorno. Trabajamos nada más que con pedazos de materia, en la esperanza de que las leyes permanezcan iguales a medida que nos vamos alejando de la región. Mirá las constantes de la física: ¿quién nos asegura que sigan siendo correctas más allá de una distancia ponderable, digamos: cien millones de años luz?”. La región de la que habla sería el sistema solar, o los sistemas donde orbitan la Tierra y el universo de El jardín… ¿Cuál es la medida, en esta indeterminación de la materia, de aquello que llamamos lo real? No se trata de un relativismo, una categoría bajo la cual se engloba tranquilizadoramente lo posmoderno; en la literatura de Laiseca, el “puede pasar cualquier cosa” no implica que todo da igual, que cualquier cosa es igual a otra, sino que los límites de la representación son desconocidos y la forma de conocerlos es escribiendo. Lo real, en este mundo, no sucede en capas superpuestas y yuxtapuestas, como pasa en Dick: una cebolla o un juego de mamushkas. Al pelar la última lámina de la cebolla, se encontraría lo real.

El objeto que mejor representa lo real en Laiseca es un bazar chino, esos productos importados de plástico barato que se rompen a la primera de cambio, o esos locales en Once llenos de objetos brillantes y falsos. Pasear una tarde de domingo por el barrio chino es como ingresar por un portal mágico a una novela de Laiseca de casi ochocientas páginas. La falsedad se muestra, es visible, no aparece oculta como en Dick, no representa lo que verdaderamente existe, es pura y sencillamente falso, exhibe su falsedad, se enorgullece de ser falso. Lo que vemos fue construido, y si el lector no acepta esa convención que propone el autor, entonces rápidamente queda afuera.

Los chichis, las máquinas mágicas, también adoptan las formas de animales que tienen la particularidad de escribirse con mínimos cambios ortográficos: además del Vurro, ahora aparecen harañas, zapos, flamenkos y flamenkas. Cualquier cosa podría ser un chichi, un hombre que lee el diario en un bar, un semáforo en rojo, una vecina muy gritona en el piso de arriba, un cepillo de dientes… Las máquinas están por todas partes. Incluso un afilador. Muchas de estas máquinas usan una magia extraña, farsesca, de Olmedo y Porcel, pero ese es otro tema. Por ejemplo, algunas comen los huevos hasta hacerlos desaparecer; otros, como la magia del afilador “te deja la picha del tamaño de un fideo fino”.

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