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sábado, abril 19, 2025

Imágenes de la rebeldía a través de la historia

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El rebelde de hoy no está afuera del sistema, no quiere verlo explotar. Lo alimenta, lo cuida, está integrado, demasiado integrado. Por: Derian Passaglia

La noción de rebeldía pertenece hoy a determinado tipo de sujeto: un adolescente que se viste como para ir a un cumpleaños de quince, con chupines, pantalón caqui y cinto, camisa oscura slim fit, las manos en los bolsillos y sonrisa para la foto. A veces andan de traje. Ocasionalmente, unos lentes dan el toque intelectual. La ideología es libertaria, un concepto importado desde Estados Unidos. El rebelde de hoy es antisocial por torpeza, no sabe manejarse en el mundo real porque creció atrás de una pantalla. Tienen en alto estima las monedas virtuales, los flujos financieros, las nuevas tecnologías. En sus perfiles de redes sociales aseguran: «soy mi propio jefe».

Un origen de la rebeldía se remonta a los años cincuenta, a James Dean con chaqueta de cuero y un cigarrillo en la boca, arriba de un auto deportivo pisteando por carreteras vacías de estados sureños. Ser rebelde, entonces, correspondía a una juventud harta de las normas viejas. La rebeldía se legislaba por sus propios códigos. Marlon Brando es otro rebelde: de mirada segura y penetrante, es un joven solitario y leal, que no transa con la hipocresía de la sociedad. La rebeldía proponía una forma de vida nueva, más auténtica, como si no hubiera lugar para las nuevas subjetividades en el sistema capitalista. Los rebeldes chicos bitcoineros, a diferencia de los rebeldes del pasado, son pulcros y creen en un capitalismo llevado a su extremo.

Para ser rebelde había que alejarse de las ciudades en los años sesenta, salirse del sistema para crear uno propio: una vida en el campo, feliz, experimentando con drogas y comida orgánica, en lo posible sin bañarse. Vivir afuera del sistema, en un sistema alternativo, no es gratis. Sale caro. El poema Aullido, de Allen Ginsberg, observa esta comunidad de gente rota: chicos que buscan un pinchazo fugaz de heroína, chicas a la deriva, perdidas, como zombis, viviendo abajo de los puentes. El rebelde de hoy no está afuera del sistema, no quiere verlo explotar. Lo alimenta, lo cuida, está integrado, demasiado integrado. Su cultura es la que cultivaron sus mayores, los más poderosos. Plata, oro y monedas. Pantallas, new age, autoayuda.

Un rebelde extremo es el de los setenta, cuando todavía existía la idea de cambiar el mundo. El rebelde de los setenta lleva sus ideales hasta la muerte. Pone bombas, arma sociedades secretas, vive al margen de la ley, cuidando de no ser descubierto por agentes del gobierno. El rebelde encarna el ideal de la resistencia, cultiva la lectura de textos marxistas en las sombras, sostiene un fusil entre las manos, está seguro de luchar por un mundo mejor. Es quizá el rebelde más inocente, y aunque en toda rebeldía la inocencia es un factor principal, el rebelde de los setenta muere por sus causas perdidas.

Mi rebelde favorito es el de los noventa. Caído el muro, perdidas las ilusiones, los rebeldes se entregan a los circuitos alternativos del capital, a vivir la vida en su máxima expresión, porque no existe el futuro ni el mañana. Hoy es hoy y mañana, quién sabe, podemos estar muertos. Los rebeldes de fin de siglo no tenían nada, y tampoco querían tener. Era una vida simple, nocturna, que aceptaba su condición neoliberal. La rebeldía se vació de política, ni de izquierda ni de derecha, simplemente under. El fin de los utopismos trajo cocaína y cinismo: la superficialidad de las cosas, la risa amarga de que todo da igual.

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