Paranaländer, navegando las aguas de la leyenda junto a Judith Gautier (1845-1917, orientalista hija del poeta Théophile y esposa del parnasiano Catulle Mendès), recala en la tierra donde es nativa la planta maravillosa que espanta la muerte: Japón.
“EL JAPÓN SUS ORÍGENES
Los eruditos japoneses se ven obligados a confesar su ignorancia acerca de los orígenes de su nación. Respecto de este punto, la Historia tiene que ceder la palabra a la leyenda. Muchas son las hipótesis que pretenden arrojar alguna luz sobre los obscuros comienzos de la nación nipona, pero no nos detendremos en examinar sino una : la más curiosa. Hacia el siglo VII antes de Jesucristo, reinaba en China el terrible Si-Kouo, verdadero Nerón del Celeste Imperio, cuyos crueles y costosos caprichos arruinaban a sus súbditos, quienes vivían en perpetua zozobra. Un día mandó hacer una oquedad tan grande como un lago y, llenándola de vino en vez de agua, se paseó por ella en una barca con toda su corte. En otra ocasión edificó un palacio de grandes dimensiones mandando que todas las piezas fueran de oro y plata. La historia de la China, que refiere estos hechos, dice que, cuando más tarde, durante una guerra civil, incendiaron este palacio, tardaron tres meses en enfriarse sus cenizas. No hay por qué decir que para cubrir estos gastos se levantaron impuestos verdaderamente onerosos. Nadie sabía al acostarse si al amanecer le pertenecía un campo ó se lo encontraría devastado y hasta confiscado por el placer del príncipe. Los que le rodeaban diariamente eran los más ansiosos; un tirano que se burlaba de la vida humana y que por cualquier falta pequeña y, a veces, sin razón ni motivo alguno, hacía rodar las cabezas a sus pies, tenía que inspirar terror. Era tan temido como odiado ; pero él no se preocupaba. ¿Qué le importaban los sentimientos de su pueblo? Después de todo no pensaba mal, puesto que los chinos, resignados, no se preocupaban en sacudir su yugo destronándole. Pero este soberbio emperador, cuyo capricho era ley, no vivía tranquilo. Un gusano roedor le privaba de toda alegría; la zozobra de su muerte, que no podía evitar, le envenenaba la existencia. Tener que renunciar al Imperio, ceder á lo inevitable, abandonar los placeres, era dura cosa para él, autócrata soberbio y voluptuoso. Estos pensamientos le abrumaban y para que no le torturasen, decidió esperar a que un precioso remedio le dispensara del tributo que debe pagar todo hombre y anunció que recompensaría espléndidamente a quien descubriera un remedio contra la muerte. Su primer médico, a quien la inquietud hacía perverso, se presentó a él y le dijo: «Señor, Vuestra Majestad, lo ha adivinado. Existe, en efecto, una planta cuyo jugo bienhechor, hace retroceder hasta el infinito los límites de la vida, pero esta planta está muy lejos, en las islas del Japón, y únicamente la pueden coger unas manos puras. Ordene, pues, V.M. que me acompañen trescientos jóvenes y otras tantas muchachas limpias de cuerpo y alma. Yo los guiaré en sus pesquisas y, con su auxilio, le traeré el precioso remedio». El monarca, creyendo en la bella promesa, entregó a su médico los seiscientos jóvenes, equipándolos espléndidamente. No se volvió a ver más a los expedicionarios, porque, una vez que hubieron llegado á la lejana isla, dieron a los salvajes habitantes de ella sus riquezas, sus artes, sus ciencias, sus letras; en una palabra, toda la antigua civilización china. Los japoneses han conservado el recuerdo de esta emigración conmemorándolo con enormes piedras, ruinas del templo que hay a la orilla del mar y erigido en agradecimiento a Sion-Fou, el astuto médico”.
fuente: “El Japón”, Judith Gautier, Casa Editorial Hispano-Americana, Paris-Bs.As, 1912
Paranaländer