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viernes, noviembre 29, 2024

El hombre que miraba pasar los trenes, Georges Simenon

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Derian Passaglia escribe sobre «El hombre que miraba pasar los trenes», novela del escritor belga Georges Simenon, célebre escritor de policiales.

Es raro que un escritor sea belga, y más raro es que ese escritor belga sea escritor de policiales. Georges Simenon es un escritor belga de policiales que publicó más de doscientas novelas. Parece que abusaba de la sirvienta. Sin ninguna explicación, le subía la pollera o le bajaba el pantalón y la violaba. Vivió en París. Muchas de sus obras fueron adaptadas por grandes directores de cine como Renoir, Jean Pierre Melville, Bela Tarr o Chabrol.

Las cosas pasan rápido en las novelas de Simenon. Las acciones casi que no tienen consecuencias, se acumulan arrastradas por una trama enloquecida. El hombre que miraba pasar los trenes fue publicada en 1938 pero parece escrita ayer. Se trata de un hombre roto por dentro, como en el existencialismo más clásico, pero esa muerte existencial del espíritu y la alienación de un alma quebrada no se muestra en la psicología del protagonista sino solamente en sus hechos. No se explica por qué hace lo que hace, y aun así el lector entiende que ese tipo no está bien de la cabeza.

Kees Popinga, el nombre del protagonista, es una de las mejores virtudes de la novela. Parece un chiste, un nombre al azar, cada vez que aparece escrito sorprende, se lo vuelve a leer como si fuera inverosímil. Kees Popinga, Kees Popinga. Alto nombre. Kees Popinga deambula por las calles y cafés de París después de abandonar a su mujer e hijos en Holanda cuando quiebra la empresa donde trabajaba. El destino de Kees Popinga parece una incógnita hasta para el propio personaje, que duerme en hoteles y pasa los días jugando al ajedrez. De repente, Popinga estrangula a una chica, antigua bailarina, en la cama de un hotel.

Lo busca la policía y su huida hacia ninguna parte se vuelve más intensa. Casi sin quererlo, el lector se enfrenta con un dilema mortal, porque mira el mundo desde los ojos de un asesino sin remordimientos, un psicópata. El dilema moral no es del protagonista, porque Popinga no siente culpa, es un femicida y no le importa. Al narrador tampoco le importa, como si Popinga estuviera vaciado de sentimientos y fuera una máquina narrativa que hace avanzar la acción. El dilema moral se traslada al lector, que persigue la suerte de un asesino como si se tratara de un viejo y querido amigo, al que quiere que le vaya bien.

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