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sábado, noviembre 23, 2024

Nota para el desconocido que abracé en la cancha

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«Ir a la cancha desarrolla la empatía, fomenta la diversidad y promueve la igualdad. Mediante el sentido común se puede alcanzar lo universal». Por: Derian Passaglia

Me preguntaste por las butacas: “¿Están ocupadas?”. “No”, te dije, y te sentaste con tu hija. No tendría más de seis años, y mientras masticaba Pipas para aguantar los nervios, en la entrada en calor de los equipos, me miraste como preguntándote: “¿qué hace este solo?”. Antes de que empezara el partido le dijiste a tu hija: “ahora van a tirar bombas y van a hacer mucho ruido, me gustaría que te pongas los auriculares”. No fue una orden, fue como un pedido, una expresión de deseo. La única mirada que cruzamos fue cuando festejábamos el gol. La chica de pelo violeta de al lado abrazó a su papá, los novios de abajo se dieron un beso. Te brillaban los ojos cuando, sin decirnos nada, nos abrazamos con tu hija de por medio. No sé tu nombre, no me importa; nunca nos vamos a volver a ver, no me importa.

“No es cierto que la emoción perdure”, le contesta Daniel García Helder a Pound. Qué se yo, es como si también las emociones se fueran transformando y se convirtieran, con el paso de los años, todas en una. La decepción, cree Helder, es el sentimiento que más chance tiene de perdurar, aunque tampoco. El sentimiento que más chance tiene de perdurar es la felicidad, yo lo vi en esos ojos tuyos. Las enseñanzas se hacen así: no con palabras, con hechos. Por eso toda literatura que extrae conclusiones moralizantes, incluso involuntarias, sobre la base de la experiencia, está destinada a perderse en el barullo de la historia. Será menos que estadística. Y a pesar de que tu hija no recuerde ese día, esa tarde, la tarde nublada de ayer, ella estuvo. Comía chocolate con los pies colgando de la butaca.

Ganamos, fin del partido. El peso de la tradición es muy fuerte como para abolirlo. La historia manda, así lo dicta el miedo de Pablo Pérez cuando reventó el palo. Alejo Véliz lloraba, Walter Montoya dejó todo, hasta la última, la de la lesión. Juan L. Ortiz no es el poeta del paisaje litoraleño, es el poeta de la ósmosis y la transformación de la propia materia en otra, como buen geminiano. No se trata de copiar lo que se ve, de ser otro; se trata de elementos distintos que se identifican hasta volverse una sola cosa, única, que representa la vida, el cosmos. María Lucesole cambió el río del poema más famoso de Juan L. Ortiz por una manifestación, y entonces ya no es el río el que corre por las venas del poeta, sino la gente: “Fui a una manifestación / y la sentía dentro de mí, / me atravesaba ese laberinto de gente / como el reflejo del sentimiento / de mi alma / que aún no conozco, / como el brillo de la luna en el agua, / me atravesaba la gente.”

Ir a la cancha desarrolla la empatía, fomenta la diversidad y promueve la igualdad. Mediante el sentido común se puede alcanzar lo universal. No es necesaria la originalidad o los sentimientos que se pretenden especiales o diferentes para alcanzar la diferencia verdadera. Reconocer en el otro a uno mismo, y a ese otro en otro, es algo que viene diciendo Rimbaud, y después Borges a través de Whitman. Los sentidos comunes, y a través de ellos los sentimientos populares, transmiten significados para la totalidad, y como en ese abrazo que nos dimos, en medio de la locura general, a veces no necesitan de las palabras, pero sí para conocerlos en sus formas, propagarlos y subvertirlos.

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