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miércoles, noviembre 27, 2024

El poeta maldito de María Elena Walsh

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Que existieran poetas a los que llamaban malditos me fascinaba. En un punto eran iguales a mí. Incomprendidos, solitarios, rebeldes. Un espejo en el que me veía reflejado y a lo que aspiraba para mi vida. Por: Derian Passaglia

Para un cumpleaños mamá me regaló un libro de Manuelita de tapa rosa y yo me enloquecí y lo rompí. Se ve que me había visto interesado en la lectura, porque aunque no hubiera libros en casa me la rebuscaba para leer. Las revistas Billiken y Anteojito que me traía la Tuti me encantaban, más Billiken que Anteojito, que me aburría un poco y me parecía mucho más careta. Billiken era especial, canchera. En la contratapa tenía una publicidad de alfajores Guaymallén, que en esa época en Rosario no existían. Me moría por probar esos alfajores con ese nombre tan raro y que encima aparecían en la mejor revista de todas. Los alfajores Guaymallén me hacían sentir que el mundo era mucho más grande de lo que pensaba, porque no tenía sentido que en los kioscos solo pudiera conseguirse el Tatín y no estuviera el Guaymallén. ¿Para qué salía entonces esa publicidad? ¿Para quiénes?

No podía sentir que el mundo era algo más que la escuela, la casa de mis abuelos y tía, el barrio; pero cosas como estas me obligaban a ponerme en perspectiva. Un rosarino nace y crece con la idea de que no hay nada mejor ni más grande que Rosario, a ese espacio mental se reduce su universo, y a aquel que se atreva a cruzar los límites de la Circunvalación será visto por siempre como un extranjero, un porteño. Una cosa, para mí, era Rosario, y otra muy distinta el lugar donde vendían alfajores Guaymallén y en donde quedaba la cancha de Boca y de donde eran los famosos que aparecían en la tele…

Buenos Aires es el lugar donde vive el diablo en la cosmovisión rosarina, y no pueden entender cómo alguien quisiera vivir ahí, hacinado, apretado en un monoambiente que parece una caja de zapatos, cuando en realidad en Rosario hay todo lo que necesita una persona, y más todavía, porque está lleno de rosarinos y rosarinas.

Cuando tenía plata me gustaba comprarme los alfajores de cincuenta centavos: Blanco y Negro, Terrabusi, Fantoche. El Fantoche era uno de los pocos, si no el primero y el único alfajor de tres pisos. Me compré un Fantoche y me fui a comerlo en el frente de la casa del Berti. Al ratito cayó el Quelo. Se había comprado tres alfajores de diez centavos y los había apilado. Los comía con la boca abierta y me decía riéndose que su alfajor era más grande. Le miraba la boca y sentía asco.

Perdón, mamá, perdón por haber roto un regalo que me compraste con amor y pensando que me iba a gustar, soy un desagradecido. De chiquito mi mamá me hacía escuchar un cassette de María Elena Walsh. Bailaba y cantaba en el departamento de la calle Balcarce. Había en casa un libro de cuentos infantiles, Hansel y Gretel, Los tres chanchitos, esa onda. Era un libro enorme, gordo, de esos que valen por el diseño, con ilustraciones. No sé si lo leía, me encantaba hojearlo, pasar las páginas, mirar la tipografía. Otra vez insistí para que me comprara un libro de la serie Escalofríos, y había otro también que era sobre leyendas y personajes mitológicos de Argentina. La Bichi había creído que era un tema que me interesaba, me había visto curioso. ¿Pero un libro rosa de Manuelita? ¿Quién creyó que era? Lloré y pataleé y después de que rompí el libro en pedazos me sentí un poco mal. Un regalo de cumpleaños era una de las cosas que más esperaba en el año y resultaba que la Bichi me regalaba humillación y vergüenza.

En 4to y 5to grado, apenas entré a la escuela religiosa a la que habían ido mamá y mi tía, la maestra de Lengua nos repartió un huevito de pascua banco por banco, que iba sacando de una bolsa. Cuando me llegó el turno, buscó el huevo, lo dejó en el banco y yo lo miré con desprecio:

-¿Tan chiquito? -dije.

Eran huevos de pascua que había pagado con su sueldo de docente. No tenía ninguna obligación. La maestra se fue a sentar a su escritorio, se derrumbó por dentro, la cara se le transformó. Lágrimas injustas le bajaban por los ojos. No podía parar de llorar y yo me sentí muy chiquito, un miserable sin sentimientos ni corazón. ¿Por qué actuaba así?

Otro día la maestra se fue del aula un segundo y yo me paré arriba del banco y me puse a saltar como un barrabrava. La puerta estaba abierta y pasó la representante legal, que era mala y nosotros veíamos como la autoridad máxima de la escuela. Ese nombre extraño, representante legal, la distinguía del resto de los directivos. Me vio parado arriba del banco y menos lindo me gritó de todo. Qué horrible era cuando me mandaba alguna y me expulsaban del aula. Estaba solo y desamparado en el pasillo rogando porque no pasara nadie que me pudiera ver en ese estado, humillado y ofendido, excluido, solitario. Lo único que quería era desaparecer, volverme invisible y recorrer esos pasillos y escaleras de madera y esas figuras de Jesús y la Virgen que había por toda la escuela.

Cada tanto la psicopedagoga me sacaba del aula, me llevaba a su escritorio y me hacía dibujar líneas y formas negras y me preguntaba cosas. ¿Había sido ella la que recomendó que me llevaran a un psicólogo de niños? Tampoco quería ir al psicólogo y no tenía nada personal con ese hombre de barba candado, semi pelado, que al final de la sesión me dejaba jugar al FIFA o algún otro juego en su computadora, pero lo que menos quería en el mundo era estar ahí, me sentía incómodo, descolocado, sin un lugar propio en el que pudiera refugiarme. Si hacía algo malo, mamá me decía que se lo iba a contar al psicólogo. Papá me corría con el cinto, mamá me daba con la hebilla. La Tuti dijo el otro día que yo los cagaba a patadas a todos. Abuela Mabel decía que yo era terrible. ¿Tan maldito era? ¿Y por qué?

La imagen que tengo de mí mismo contrasta radicalmente de cómo me veía el resto. Creo que los demás piensan que soy de trato difícil, que puedo llegar a ser despiadado y cruel sin compasión. Yo me veo distinto, como una persona tranquila y contemplativa. La profesora de Filosofía de 5to año decía que tenía un hijo como yo, con mi mismo problema, éramos hiperactivos. Me adoptó como un hijo suyo y me diagnosticó a ojo. ¿Qué problema había en mí? ¿Por qué todo el mundo pensaba que era un maldito cuando yo solo no quería aburrirme, pichón de Bart Simpsons?

Conocí a los poetas malditos gracias a Víctor. Era un adolescente que vivía en un pueblito de Córdoba, Arias, al que odiaba con todas sus fuerzas. Escribía sonetos, las medidas de sus poemas eran perfectos, su ritmo era endiablado. Víctor era para mí la cima de la literatura mundial. Estudiaba francés solo y se decía autodidacta. Me mostró a Rimbaud, Baudelaire y Verlaine. Yo venía leyendo Rubén Darío y Benedetti. De cisnes y princesas a barcos ebrios, desórdenes de los sentidos, prostitutas y flores del mal.

Que existieran poetas a los que llamaban malditos me fascinaba. En un punto eran iguales a mí. Incomprendidos, solitarios, rebeldes. Un espejo en el que me veía reflejado y a lo que aspiraba para mi vida. Yo iba a ser un poeta maldito, lo tenía decidido. Pero tenía que apurarme, me quedaban nada más que dos o tres años para completar mis obras maestras si quería ser como Rimbaud. Pasé de escribir poemas de amor tradicionales a buscar el impacto, el golpe de efecto, la sorpresa del lector. Fui a la librería Técnica en la peatonal, Córdoba y Maipú. Estaba eligiendo libros, mirando lomos y títulos en estantes de madera de pino, escuchando lo que otros clientes pedían. Un hecho inédito para mí, el maldito que quería rodearse de malditos. Le pedí a la librera, una señora grande, canosa y de lentes, las Iluminaciones de Rimbaud.

-¿Pero vos cuántos años tenés? -dijo.

-Diecisiete.

-Sos muy chico para leer eso.

No podría haberme dicho algo mejor. Por alguna extraña razón en la configuración de mi personalidad, las prohibiciones fueron siempre mi alimento, lo que me impulsaba seguir adelante, mis propias iluminaciones. Iba a leer un escritor que no debería estar leyendo, alguien que a los veinte años había dejado de escribir y se había escapado a África para empezar una vida nueva. Después descubrí la poesía de Bukowski, decía malas palabras, no le importaba ser vulgar, hablaba de cerveza y de coger. ¿Todo eso podía ser la poesía?

Estaba maravillado y llamé a papá a la pieza para leérselo. Creo que todavía sigue pensando que me gusta Bukowski. Una forma de continuar mi malditismo fue dedicándome a la lectura y la escritura, al silencio y al reposo, a la reflexión. Había hecho llorar a mamá, a papá, a las maestras, y no contento con todos esos años de angustia, haciendo renegar a todo el mundo, salía ahora con un martes trece diciendo que quería mudarme a Buenos Aires. ¿Por qué? ¿Cómo? Si en Rosario tenía todo y no era fácil mantenerse allá, las cosas salían caras.

El último año llegaba todos los días tarde a la escuela, dormido, sin bañarme. Me tiraba sobre el banco y dormía las primeras dos horas de clase, hasta que alguien venía a sacudirme, a decirme que estaba hecho un desastre, que había tocado el timbre del recreo. No me importaba nada, mi entorno me parecía ajeno. Mi cuerpo estaba en un lugar y mi espíritu en otro. Fui un maldito de bajo vuelo.

Eran las instituciones familiares, escolares y religiosas las que querían que yo cambiara, adaptarme a ellas, integrarme a un molde en el que sentía que todo lo que yo era escapaba de esos límites. Tiempo después vuelvo a esas instituciones, las convoco. Formaron mi carácter, son constitutivas, pilares de lo que me propuse ser. Quizá todo mi malditismo se jugaba en que algún día pudiera escribirlo, rozarme de alguna forma torpe con Rimbaud, flashear ser un poeta maldito del siglo XIX tomando ajenjo en una oscura taberna entre borrachos, golpeando mesas de madera con el vaso para pedir otra copa; o quizá el hecho de escribirlo me permite dejar de serlo, todo lo que pensaban que era no lo soy más.

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