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domingo, noviembre 24, 2024

Cómo dormir la siesta

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Derian Passaglia critica duramente el libro «El don de la siesta» (2020, Anagrama) de Miguel Ángel Hernandez .

El alemán, que tiene una palabra para cada cosa o sentimiento muy específico, no tiene una palabra para la palabra «siesta». Tuve un flash cuando me enteré de eso: ¿otros pueblos, otras culturas, no duermen la siesta? ¿No saben incluso que hay un momento del día, después de la comida, en que el silencio de las nubes en el cielo baja hacia el espíritu por un rato, y el sol entibia la respiración, que se va apagando rítmicamente atrás de las cortinas? No hay que irse muy lejos tampoco. Las grandes ciudades, se dice, se repite, no duermen. Esta ciudad en la que vivo de hecho es muy ecléctica, y cuando digo que duermo la siesta en la sala de profesores, o entre grupos de amigos porteños, me miran raro y hacen chistes, como si se alejara tanto de la realidad lo que digo que estuviera más cerca de la locura que de lo real.

Bueno, esto mismo le pasó al autor del libro El don de la siesta cuando fue a hacer su doctorado en una universidad inglesa: se le reían porque dormía la siesta. Pero a él le daba culpa dormir, y en vez de tomarlo también con humor, o sentir que eran los ingleses los giles porque no dormían siesta, se obligó a ser más productivo: tenía que escribir más, tenía que justificar las siestas, ese momento que él identifica como improductivo. Entonces, durante la pandemia, Miguel Ángel Hernández se pone a pensar lo que significa la siesta de manera teórica, en forma ensayística, a través de notas sueltas, y lo publica en una colección nueva, chiquita y muy linda de Anagrama dedicada a los ensayos y la no ficción.

El libro es decepcionante desde todo punto de vista: Miguel Ángel Hernández parece no darse cuenta que tiene entre las manos no solo un tema original, sino quizá el mejor tema del mundo para escribir. Su escritura es tan ligera que nada de lo que dice tiene peso, y las pocas citas de libros, novelas o poemas que hablan sobre la siesta ni siquiera se profundizan, no se indagan, no se pregunta por qué se escribieron, las anota al pasar, como si fueran notas de color. El don de la siesta podría haber sido un email en vez de un libro. De hecho empieza autocitándose tuits que escribió el mismo autor en el 2010 sin ningún tipo de vergüenza. El estilo parece el de un tuitero que escribe para otros tuiteros: “en el mundo conectado 24/7 no existe posibilidad de corte con el exterior…”. ¿24/7? El autor tiene cuarenta y cinco años pero escribe como si viviera una segunda o tercera adolescencia, intentando recuperar la juventud perdida por medio del estilo.

Su tesis central es la de oponer la siesta al capitalismo, como si la siesta fuera una forma de resistencia cultural al sistema. Esta idea se repite de principio a fin, sin citas, sin verdadera búsqueda de lo que representa oponerse a un sistema mediante una simple siesta: lo tira así, como una idea previsible que se alarga durante ciento veinte páginas. De hecho, esta tesis central es un lugar común que podría ser intercambiable con cualquier otra cosa. Por ejemplo, si en vez de “siesta” decimos “huerta orgánica”, o “Android”, o “luciérnagas”, nos quedaría: “la huerta orgánica, Android, las luciérnagas son una forma de resistencia cultural al sistema”. No hay análisis, no hay pensamiento, no hay dudas.

Sugiere la idea de que la siesta es un ritual, tal vez la idea que podría haber sido interesante desarrollar, un ritual ancestral de autoconocimiento. La siesta nos lleva a otros lugares y a otros tiempos, a un presente que solo existe en el pasado, como cuando en las siestas de antes, las de la infancia y adolescencia en la casa calle Dragones del Rosario, durante los fines de semana sonaba el midi de Para Elisa en la bicicleta del heladero, o la corneta del churrero, que se tambaleaba en medio de la calle por el calor. Nada de esto hay en el libro de Miguel Ángel Hernández. ¿Y por qué la siesta es un don? ¿Qué implica que sea un don? ¿Un talento, un regalo de Dios? ¿Cualquiera lo puede tener? ¿Se desarrolla, se practica?

Cuando no quería dormir la siesta, porque era muy chico y quería seguir despierto, mi mamá golpeaba con el nudillo la madera de la cama, en el respaldo, y decía:

-Mirá que si no dormís viene el viejo de la bolsa.

¿Y por qué yo me lo creía, si sabía que era ella la que golpeaba? El viejo de la bolsa era un ser harapiento y mugroso, con olor a vino, con la barba larga de días y la mirada gris que en cualquier momento, en cualquier momento si no me dormía iba a entrar por la puerta de la pieza y a exigirme, aterradoramente, que durmiera. Si la siesta es un don, entonces para mí era un castigo, y un castigo que recibía por nada.

Hay una sensualidad única en la siesta, femenina, delicada, que no lo tiene ninguna otra cosa. Hasta hace algunos años no sabía que otros dormían la siesta con la ropa puesta, sin deshacer la cama, hasta con las zapatillas puestas. Pero la siesta, para mí, se duerme así: se bajan las persianas, se corren las cortinas, se apaga la luz, uno se saca la ropa y se pone el piyama, o se pone la remera de dormir, las medias son optativas, se mete abajo de la sábana y se apoya la cabeza en la punta de la almohada, de un lado o de otro, hasta que de a poco lo profundo del alma emerge, y los miedos se van, y llega la paz, el canto de los pájaros en los árboles, se escuchan otros ruidos, se siente el viento sobre los vidrios y las puertas, se sienten los pasos en los departamentos de arriba, el cielo celeste y blanco que va cambiando de forma a medida que la tarde avanza como avanza también el sueño, y los músculos pesan, y ya no hay preocupaciones, ni una sola, solo una ligera brisa que acompaña el sueño de principios de octubre.

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