Es la mirada la que vuelve objeto a estos animales, porque es el momento en que Thoreau se admira de la libertad con la que viven las criaturas del bosque. Por: Derian Passaglia
En el capítulo “Mis vecinos los brutos”, Thoreau habla como en algunos otros capítulos de la poca gente con la que tenía contacto en el bosque del lago de Walden, donde construyó su casa y donde se fue a vivir por dos años. Es uno de los pocos capítulos también que los otros tienen voz. Hay un poeta y un eremita que lo visitan. Dice Thoreau en otro lado que solo tenía tres sillas en su casa. Si iban más de tres, el cuarto tenía que estar parado.
Tal vez sean las cuatro páginas más hermosas del Walden porque como en ninguna otra parte del libro el autor se pone en una posición de observador, y que lo lleva a preguntarse: “¿Por qué precisamente estos objetos que contemplamos forman un mundo?”. La observación es rara en el Walden, aparece de vez en cuando y solo para ilustrar una idea o enseñanza que Thoreau quiere entregarnos. El yo, la primera persona, es más fuerte que la observación, insoportablemente afirmativa. Hebe Uhart se pregunta si este hombre, Thoreau, no estaría un poco chiflado. Re buena palabra “chiflado” para “loco”, ya no se escucha más.
Esta pregunta sobre los objetos que contemplamos y que formaron nuestro mundo se suspende sobre las cuatro páginas más hermosas, ¿las cuatro páginas más hermosas del mundo?, porque los objetos dejan de ser cosas inanimadas y se transforman en seres vivos: un ratón que vive abajo de su casa y aparece, ningún boludo el ratón, cuando Thoreau come, y rápidamente entra en confianza, y corre por sus zapatos y sube por sus ropas. Una nutria que se escapa de los cazadores, una perdiz tímida que llega de visita a su ventana con sus pollos…
Es la mirada la que vuelve objeto a estos animales, porque es el momento en que Thoreau se admira de la libertad con la que viven las criaturas del bosque. “Fui testigo -escribe Thoreau al introducir las cuatro páginas más hermosas del Walden- de sucesos de carácter menos pacífico”. Y entonces se produce la magia. Era necesario que Thoreau se corriera del centro del relato, que dejara su lugar a esas criaturas que reclamaban su atención, y se pusiera por un momento en segundo plano, en posición de testigo. Durante estas cuatro páginas Thoreau cuenta un batalla a muerte entre hormigas negras y hormigas rojas.
Thoreau está fascinado, y el nivel de detalle es microscópico, como si estuviera observando a las hormigas con lupa, y de hecho sí, las observa con lupa, como cuando éramos chicos en la plaza. Enseguida le da a esta guerra diminuta connotaciones políticas coyunturales: “los rojos republicanos por una parte, y los negros imperialistas por la otra”. Thoreau se sorprende de que sea una batalla silenciosa, de que no existan humanos que peleen hasta el final como las hormigas, y se sorprende del tamaño de las hormigas negras, que doblan o triplican a las rojas. ¿Sería para las hormigas rojas como enfrentarse con gigantes mitológicos? A veces, cuenta Thoreau, entre dos o tres rojas tenían que agarrar a una negra, y se trenzaban de tal forma que parecían una bola compacta, roja y negra, negras y rojas, unidas hasta la muerte.
La batalla lo excita: “no hay ninguna lucha registrada en la historia de Concord, o acaso en la de América, que pueda compararse, ni por un momento, con esto, tanto por el número de los empeñados en ella, como por el patriotismo y heroísmo de los soldados”. Se lleva, de hecho, dos hormigas que peleaban en una astilla, se las lleva a su casa, y las observa arrancarse los miembros, y mutilarse las patas, y sacarse las antenas. Los órganos vitales de la hormiga roja se exponen a las fauces de la negra. Luchan por más de media hora, y cuando Thoreau las vuelve a observar, el soldado negro había separado de su cuerpo la cabeza de la enemiga, una cabeza todavía viva que colgaba como un trofeo en medio de la casita de madera de Thoreau en el bosque.