Paranaländer se pone al día con Hérib Campos Cervera (1905-1953), un autor canónico de la poesía moderna paraguaya, suerte de Rilke descamisado o Lorca en overall.
“Hérib Campos Cervera, poeta de la muerte” (Universidad de Wisconsin, Madison, 1951), de Hugo Rodríguez Alcalá es una de las mejores introducciones al universo del poeta de “Ceniza Redimida” (1950). Porque discrimina al Hérib poeta social (la imagen dominante) del otro Hérib, el surrealista, rilkeano, lorquiano, en fin, lírico sin más inri.
Ok, empecemos por su muerte, episodio oscuro bastante poco comentado. Mi fuente es “Ruego y camino” (2016, 5° edición) de Agustín Barboza. “Hérib trabajaba en la redacción del diario ‘Democracia’. En una de sus vueltas al hogar fue mordido por un gatito. Como el animal era desconocido, Hérib concurrió al Instituto Pasteur. No estaba contagiado de rabia, no obstante fue internado en el Policlínico Perón (era el año 1953). El 29 de agosto, pasado el mediodía, el teléfono de mi hospedaje comenzó a sonar insistentemente. Al responder, reconocí a Francisco Alvarenga, quien con la voz entrecortada por los sollozos me dijo que Hérib acaba de morir”.
Antonio Ortiz Mayans (“Evocaciones de la Asunción”, EMASA, 1967) nos aporta sobre el otro extremo de la vida de Hérib, la de su juventud asuncena. “Allí vivía la novia del poeta (la bella Margot), donde se realizaban amenas tertulias, en las que se hablaba de los acontecimientos de actualidad, se comentaba algún libro, se matizaba con un chiste o se recitaban poesías. Muchas veces, en las noches estivales, la reunión se hacía en la vereda, sentados los contertulios en cómodos sillones. Recordamos que una vez al ser preguntada Margot por uno de los visitantes, si qué le parecía el nuevo y rico pretendiente que le había parecido, de apellido Vera, que intentaba aguarle la fiesta a nuestro bardo, la muchacha respondió: -Ser Campos…no es ser Vera”.
Josefina Plá (su tía política, quien lo llamaba siempre Campito) también menciona (“Literatura paraguaya del siglo XX”, Ediciones Comuneros, 1976) las dos corrientes de su poesía: de “la angustia del ser para la muerte” (su veta digamos rilkeana) salta a rendir tributo al apotegma que reza “toda poesía debe servir” (una poesía social que, sin embargo, no pudo “hacerse popular”).
El uruguayo Walter Wey (“La poesía paraguaya. Historia de una incógnita”, Alfar, 1951) ubica a Hérib entre “Los nuevos”. “Escribe para contrarrestar la herrumbre profesional”. También aquí aparece ese ars poética tan controvertido, donde sienta a la poesía en brazos de la utilidad social, la convierte en sirvienta del bien público: “No hay, no debe haber, belleza inútil”. El propio Wey señala que es una misión irrealizable, por el hermetismo aristocratizante y antipopular de esta poesía que se postula comunitaria y comprometida con su época.
Dimas Aranda (“Catorce testimonios de la poesía paraguaya”, 1972) cita dos obras perdidas de Campos Cervera: “Romancero del desierto” (poemas) y “Hombres en la selva” (novela).
Su único libro publicado es “Ceniza redimida. Poemas” (Editorial Tupã, Buenos Aires, 1950).
Lleva un “A manera de prólogo” firmado por un tal Juan Silvano Díaz Pérez (me suena a algún pariente, ya que Viriato Díaz-Pérez, director de la Biblioteca Nacional de Asunción, era tío materno del poeta).
Rodríguez Alcalá considera discípulo de Hérib (del Hérib poeta comprometido) a Elvio Romero.
El libro tiene siete secciones, en total 28 poemas.
No descubro entre ellos el poema dedicado a la bella Margot según Ortiz Mayans.
“Elegía para la décima noche” sí está dedicado a Carlos Abente, “La noche de los toldos” para Flores, “Desvelo de los ángeles” al aparecer el Augusto de la dedicatoria sería Roa Bastos. Hasta una calle tiene su poema dedicado -permítaseme la broma-, tal como sucede con “Balada para los árboles ausentes”, en recuerdo de Bruno Guggiari.
En general los poemas “utilitarios” de Campos Cervera son de buena factura, a veces quizá un poco untuosos (“Y esos duros obreros”, “todos los soldados de las luchas futuras?”, “bajo en denso quebracho de sus torsos”, “ sobre la cordillera de mis hombros”), fieles al final a una libertad sin servidumbres grandilocuentes.