En la poesía de Juan L. Ortiz la revolución es una forma, antes que un tema, porque se entrevera con el paisaje, lo completa, como si la belleza de los ríos y los cielos y los montes estuvieran confrontados. Por: Derian Passaglia.
¿Cuántos poetas pudieron crear belleza, finalmente, con la política? ¿De cuántos poetas se puede decir que por una cuestión de sensibilidad lograron que la acción directa no sea un motivo solo de la “acción”, entendida como lo real, sino también de las “palabras”? Se me viene así rápido la década del sesenta, la conciencia del guerrillero, la de que algo se estaba gestando por debajo y que llegaría el día en que las cosas cambiarían. Se me vienen, por ejemplo, los poemas de Roque Daltón, “es bello ser comunista / aunque cause muchos dolores de cabeza”, se me vienen los cubanos cantando las gestas del Che y Fidel Castro, y se me vienen otras versiones, más edulcoradas pero con la misma energía, la misma “vibra” se diría por medio de pantallas, en esos versos planos aunque sentidos de Mario Benedetti: “y en la calle codo a codo / somos muchos más que dos”. Poesía de compañeros, compañeras, camaradas, “kumpas”, dirían también hoy las fuerzas de la reacción.
En toda este tipo de poesía de aquellos años hermosos que solo podemos evocar como el sueño de un mundo que no vino, que jamás llegó, y que quizá sea por eso mismo se siente como un retrofuturismo nostálgico, hay una serie de ideas previas que le dan forma a esta poesía de la que hablo, la poesía revolucionaria de los años sesenta: la sencillez y la simpleza, para que sea por fin accesible a las masas, era la aspiración de estos poetas para conectar con el pueblo. Estaba la idea de que el poeta era una “voz”, pero no una voz de sí mismo, como nos venimos cansando de leer una y otra vez en las novelas de conciencia de clase media que se vienen publicando últimamente, una “voz -mejor- de los que no tienen voz”. El poeta entonces encarnaba los deseos de la comunidad, que sentía lo mismo que él, que quería lo mismo que él, esa revolución que solo podía ubicarse en el futuro.
La idea era que se podía representar, pero sabemos hoy por experiencias modernas y posmodernas, que la representación está en crisis, o ya no existe, y que si está en crisis, o si ya no existe, también lo real se vuelve difuso… Siempre me gusta hacerme esta pregunta: “¿qué es lo real?”, y cada día como que me doy una respuesta distinta. A la simplicidad de una poesía sin ambigüedades, donde cada palabra se correspondía con su significado, porque el pueblo no estaba para metáforas, no podía esperar el momento del cambio, era ya, era el presente lo que exigía una retórica de combate, se le sumaba la pobreza buscada de estilo.
Pero esta poesía terminó así, como una retórica, como el reflejo de un momento y nada más. ¿Quién lee a Roque Dalton? ¿A Nicolás Guillén? ¿A Francisco Urondo? De la militancia no queda más que un fantasma espiritual, que ya ni siquiera penetra los sueños de la gente pobre, que lo único que quiere, como quiere cualquier hijo de vecino, es llegar a fin de mes, y alguna vez pegarla con algo, minar criptomonedas, hacerse rico, no sé, pegar el último modelo Nike de yantas y celu con camaritas, ¡queremos algo más de todo esto que tenemos! ¡Algo más queremos, como querían aquellos viejos revolucionarios de la poesía latinoamericana! Pero la diferencia es que sabemos que nada va a cambiar, y es más, quizá las cosas empeoren.
Sintetizar la miseria, los deseos de las clases más postergadas, el resentimiento de los desposeídos, no es fácil. ¿Cómo se hace cuando ya no hay manera de “representar” nada? Me gustan por eso los personajes de Dickens, que nacen incluso sin madres ni padres, huérfanos de todo, y de aventura en aventura, se las arreglan para salir adelante, con la ayuda de amigos y amigas que se encuentran en el camino nunca llano de la vida. Pobres pero honrados, podría ser el resumen de la novela social del siglo XIX, aunque muchas veces con complejidades y carencias espirituales, que los llevan a mostrarse tal cual son, como seres reales, sin rumbo ni destino. Qué ideal es esa pobreza de Dickens, pero de tan ideal muchas veces se vuelve concreta, como cuando Mickey reparte una arveja entre todos los miembros de su familia, y la corta por la mitad, porque sus hijos no tienen nada que comer y se acerca la navidad y afuera hace mucho frío. Esa pobreza ideal, en la adaptación de Disney de Dickens, se vuelve concreta, tan concreta que desespera: ¿una arveja, una sola arveja para toda la familia? Es muy triste.
Esa forma de la política de los grandes escritores realistas del siglo XIX capaz tenga algo que ver con la poesía más social, secretamente social, de Juan L. Ortiz, antes que toda la retórica del momento, de los años sesenta y setenta, que Juanele conocía muy bien, porque se sabía comunista y porque viajó a la China de Mao y tradujo a poetas chinos siempre con un ojo en lo que pasaba en el Este y sus guerras. La poesía de Juan L. Ortiz, a diferencia de sus contemporáneos, y a diferencia de cualquier otro poeta comprometido con causas sociales, con una sensibilidad para lo que pasa con sus vecinos y su gente, no tiene la necesidad de representar a los pobres, no busca mostrar la pobreza, porque la pobreza es más bien una fatalidad en su poesía, aparece y se manifiesta.
Y es rara esa manifestación, porque no parece algo dado, no parece partir de “ideas previas” a cómo debe ser la poesía o a cómo deben representarse los pobres, es algo que irrumpe en el poema y uno se queda como pensando, ¿pero qué onda? ¿Por qué de repente se pone socialista? ¿Qué bicho le picó a este, que venía lo más bien hablando de la belleza del paisaje, de ese hermoso paisaje que es toda la zona litoraleña de las islas entrerrianas y sus floraciones mágicas, y de repente, así como así, en el verso siguiente hay canoeros, hay albañiles, y hay “hijos de los campos” errantes por los caminos, y familias que duermen debajo de los carros?
El motivo social y político en Juan L. Ortiz se corresponde con su conciencia, militante comunista de formación, ideas de progreso y sensibilidad para las cuestiones más básicas y materiales de la existencia. En la poesía de Juan L. Ortiz la revolución es una forma, antes que un tema, porque se entrevera con el paisaje, lo completa, como si la belleza de los ríos y los cielos y los montes estuvieran confrontados, o envueltos, por una humildad provinciana donde todo falta. Y esa confrontación, esa forma de yuxtaponer lo lindo y lo feo, lo romántico del paisaje y las condiciones materiales de existencia de la gente, es lo propio también de la vanguardia, de la vanguardia con conciencia social, la de Bertolt Brecht y la de Pier Paolo Pasolini. Juan L. Ortiz es más alemán que latinoamericano en este sentido, y solo en este sentido, porque sus cielos siempre son celestes y blancos, franjas enormes de celestes y blancos sobre la página, con un repertorio de nombres locales y una fauna y una flora que reluce sobre la miseria. Por eso Juan L. Ortiz debería ser llamado a ocupar el lugar de la gran poesía nacional, como El Martín Fierro quizá, libros que hablan de nosotros, libros latinoamericanos, libros que construyen mitos de origen y que nos devuelven a la pregunta por la identidad y por el ser, en una época donde al ser hay que ir a buscarlo a las pantallas, y a las reproducciones, y las máscaras y la careteada