La gente caminaba por la vereda, según el verso de Vallejo, como si un pan se les quemara en el horno. Por: Derian Passaglia
Agregado de 2022. Anoche, antes de la medianoche, unos perros aullaron allá afuera. Eran esos aullidos y nada más, tal vez el ruido de fondo de la autopista, algún caño de escape, un auto enloquecido yendo para el centro, con chicos ansiosos o borrachos arriba. Me mudé hace diez meses a este barrio. Las cosas cambiaron, cambian rápido, más de lo que uno quisiera, los contratos de alquiler se vencen y hay que cumplirlos. ¿Me hubiera mudado de no haber sido por obligación? No tiene sentido seguir pensando en eso, hay algunas cosas que se van a extrañar, como por ejemplo los parques y plazas, y otras que no. Caminaba cinco cuadras en cualquier dirección cardinal y la calle, sola, empedrada, desembocaba en islas tranquilas de “espacios verdes”, como le llama el Gobierno de la Ciudad a los terrenos públicos fiscales. Subí y bajé escaleras en esos parques, me comieron las hormigas sentado en el pasto, hice gimnasia alrededor de la manzana, meé atrás de un árbol y en el frente de la Biblioteca Nacional, y escribí un poema de amor en un banco, mientras la luz caía por el borde del cielo, en su atardecer de jacarandá.
Eso me queda, eso me voy a llevar, y no tanto las cervecerías, las camperas de cuero, los pantalones cuadriculados para pasear el caniche, el bótox en los cachetes de las señoras, los precios de sus comercios más básicos, verdulerías y carnicerías. Pero los aullidos de anoche en este barrio prácticamente nuevo me hicieron volver a estas páginas después de dos años. ¿La sensación de cambio, de sentir que la vida y el mundo cambian, y que a medida que cambian, uno cambia con ellos, no es también un momento único, irrepetible, que implica una experiencia? Quizá anoche sentí todavía sin saberlo, y sin saberlo tampoco antes de escribirlo, que mi vida había cambiado, está cambiando. Lo paradójico es que solo a la distancia parece sentirse ese motivo moderno que puso en palabras Rimbaud, cambiar la vida. Rilke transforma el sujeto de la frase, y de anónima e impersonal pasa a imperativa: debes cambiar tu vida, escribe en un poema. Las vanguardias del siglo XX no se quedaron en las palabras, en las promesas de futuro, y cambiaron la vida. Pero esas mismas vanguardias proyectan también una historia sobre el futuro, y lo que iba a venir no iba a ser como lo imaginaron las vanguardias…
Si el cambio proviene de una propuesta voluntaria, así como quisieron las vanguardias, o como cuando se dice: “mañana arranco la dieta”, parece que al final sale mal, como si el cambio no dependiera únicamente de la voluntad. No sirve, no sirve sola al menos la voluntad. Según Sartre, Bretón escribió una vez que Marx escribió una vez que había que transformar el mundo. ¿Y si el mundo, mi mundo, se transforma independientemente de la voluntad, en una posición pasiva, en la que no hago nada y las cosas pasan por adelante mío?
No sé si imaginaba esta vida que vivo, pero sé que en algún momento ya no me sentía cómodo en Rosario, porque no tenía nada más para ofrecerme, y aunque equivocado o no, mi destino estaba, creía yo, en Buenos Aires. Andábamos en auto, volviendo a casa o yendo a algún otro lado con mi papá, por la Circunvalación. Todavía tenía el Clío. Se caía a pedazos, no lo podría cambiar por uno mejor, nunca lo iba a cambiar por uno mejor.
-¿Y cómo vas a hacer? -me preguntó-. No es fácil.
-Voy a trabajar -le dije, ni yo me lo creía.
Había estado ahorrando para tirar unos cuantos meses con esa plata. Mi primer trabajo fue como vidriero, en la vidriería de mi primo Pablo, siguiendo la tradición paterna de vidrieros. Soy el hijo del vidriero. Con mi primer sueldo, le regalé una cajita musical a mi abuela Mabel, por todo lo que había hecho siempre por mí. A veces sentía que estaba a la deriva, sin el apoyo ni siquiera de amigos, y otras no, en otros momentos fugaces pensaba que todo iba a salir bien.
Me vine a Buenos Aires con una caja de libros y algo de ropa. Por primera vez estudiar me parecía algo lindo. De llevarme dos o tres materias por año en la escuela, y alguna que otra vez seis, incluida Plástica y Catequesis, pasé a cursar en la mejor universidad del país, y una de las mejores del mundo, sin mencionar que matrícula o cuota no existían, era gratuita. El primer gran cambio fue externo, dado por el medio, en las dimensiones y las escalas: todo era enorme. Los edificios, nuevos y antiguos, daban la vuelta a la manzana, y desafiaban al cielo. Respiraba profundo en las esquinas, tomaba carrera, y cuando el semáforo se ponía en verde, corría hasta el otro lado de la calle, por la senda peatonal, rezando por llegar sano y salvo. Los colectiveros gritaban, los hombros se chocaban con otros, las miradas devolvían un desprecio o una indiferencia medida. La gente caminaba por la vereda, según el verso de Vallejo, como si un pan se les quemara en el horno. Ese primer choque, ese cambio externo, se transformó poco tiempo después en interno.