Paranaländer se afana en comprender la laberíntica vía de los guaraníes para yuxtaponer muerte y nombre propio, virtud guerrera y nombre, nombre y nombre.
“La antropofagia ritual guarani fundaba y consolidaba una serie de relaciones que mantenían la cohesión interna del grupo, a la vez que reproducían la dinámica de conflicto con los extraños. Para acceder a la condición adulta, un joven guaraní debía adoptar un nuevo nombre en un ritual de iniciación. Esto se conseguía dando muerte a un cautivo, rebautizándose con su nombre y apropiándose, simultáneamente, de sus cualidades de guerrero. Por lo general, La primera víctima era cedida al joven por algún pariente cercano de su tévy (su padre o su tío), con el cual quedaba endeudado hasta poder devolver otro prisionero atrapado por él mismo”.
(página 79 del libro “La resistencia de los guaraní del Paraguay a la conquista española 1537-1556”, Posadas, 1993, Editorial Universitaria Universidad Nacional de Misiones).
Varias cosas que comentar aquí. Por ejemplo, que Ulrico dice que los guaraníes comían a todos pero ninguna otra fuente habla en realidad de mujeres como víctimas propiciatorias de los rituales antropofágicos.
Otra aporía que resulta de esta experiencia extractada en el párrafo de arriba, es que si los guaraníes elegían siempre como víctimas a extranjeros (no como los tupi que se comían entre ellos), ¿cómo es que siempre llevaban nombres en guaraní? ¿Acaso guaranizaban los nombres de sus víctimas: payaguas, agaces, mbayas, guaicurus en general?
Paremos por aquí, pues hoy quiero centrarme en la relación entre el nombre del guaraní y la muerte.
Si no me falla la memoria, Schaden también cuenta que los guaraní cambiaban otra vez de nombre después de alguna muerte en la familia, cuando se veían obligados a mudarse para despistar a las almas en pena.
Así que esta relación de muerte y nombre, diríamos, es consustancial al ethos guaraní.
¿Qué se puede leer en esta imbricación tan estrecha?
Uno, que el nombre representa una cualidad del individuo, una virtud específica, y, dos, que tiene vida perecedera.
Lo que la muerte da la muerte quita: el nombre.
Primero, durante un bautismo iniciático, se adquiere un nombre de un hombre de grandes virtudes guerreras. Luego, la muerte que puede arraigar en la tribu, en forma de acoso de almas que no encuentran el camino de la morada divina, es engañada con un cambio de nombre.
La muerte, digámoslo metafóricamente, olfatea, casi, el nombre del guaraní.
El nombre, entonces vemos, cumple una función apotropaica.
Es un amuleto invisible que protege al portador de rivales concretos y espíritus descarriados.
Es un kurundu, no un simple estatuto de civil para cobrar, por ejemplo, cheques al portador.
El nombre indica la transformación del joven en adulto, es decir, guerrero.
Y que el espíritu belicoso y virtuoso de su víctima se ha trasladado en una verdadera metamorfosis con su nombre a formar parte de su sangre.
Devorar es volverse, primero, adulto y guerrero, luego, otro.
El nombre está asociado a la sangre y el cuerpo de su víctima.
Aún no puede matar, pero a partir de ahora sí también ofrecerá banquetes rituales de antropofagia.
Para matar hay que tener primero un nombre. Luego la virtud del matador.
Hay excepciones a esta nomenclatura mortal de los guaraní.
Cuando llegaron los españoles, los primeros guaraníes, los cario, al intercambiar favores y bienes con los recién llegados, para hacerlos parte de su tévy, sangre, linaje y tribu, adoptan los nombres de los españoles sus mburuvicha. Ahí tenemos al mburuvicha Pedro de Mendoza, y al mburuvicha Juan de Salazar.
En estos casos el nombre ha sido incorporado sin pasar por la fatal aduana de la muerte.