Las huellas profundas de los autos impedían el traslado de la pelota, y la hacían picar y saltar para cualquier lado, y las piedras la desinflaban, y las astillas de vidrio la pinchaban… Por: Derian Passaglia
Estaba el patio enrejado de la capilla Santa María de los Ángeles en la esquina de Ceibo y San Martín, todavía está, ya más verde o con sus rejas pintadas. Pero antes no, era solo tierra en el centro, o una capa amarillenta que se volvía verde solo en las puntas, en el que jugábamos cuando no había ninguna catequista o párroco cerca. Entonces cruzábamos la avenida, esa San Martín en la que vimos un accidente con dos o tres autos que chocaron de frente, y trepábamos por las rejas y jugábamos hasta con lluvia y en el barro.
Se decía, se comentaba, alguien habrá dispersado el rumor de que vendría el intendente a recorrer aquellas calles alejadas de un barrio periférico, en la punta de la ciudad, y nos regalaría una pelota, y también construiría una cancha en el campito de la esquina, que era nuestra cancha oficial, nuestro dios de tierra y preservativos usados en un rincón, con los límites impuestos por la zanja, donde se caía dos por tres la pelota y rodaba negra de agua por las rodillas y los brazos. ¿Cuándo vendría el intendente a escuchar nuestro reclamo? ¿Cuándo le podríamos pedir una pelota para patear día y tarde, mañana y noche, o hasta que la luz resplandeciente y última fuera un destello rosa en el cielo?
Y estaba la canchita del club Irigoyen en otra esquina, la de Frías y Pago de los Arroyos, a la que había que pagar para jugar, pero nosotros no pagábamos porque no teníamos plata, o con algunos centavos, a veces, comprábamos alfajores y jaimitos. Era una canchita de baldosas, dura y rápida, para jugar con cuatro de cada lado, no más, y los arquitos eran minúsculos, como para un arquero que viviera en el hueco de un árbol, en un bosque fantástico, y era lindo porque era más difícil meter la pelota en ese arquito, apenas entraba. Se necesitaba precisión, puntería y por qué no, también, un poco de suerte…
Y otra canchita improvisada era la mitad de la calle de tierra de Dragones del Rosario cruzando Blandengues, porque no la habían asfaltado todavía, las huellas profundas de los autos impedían el traslado de la pelota, y la hacían picar y saltar para cualquier lado, y las piedras la desinflaban, y las astillas de vidrio la pinchaban, y los vecinos se tenían que conformar por una vez circular por la vereda, porque en la calle estábamos nosotros, y no pensábamos irnos hasta que alguno se cansara, algunos otros se pelearan o se escondiera, otra vez, el sol bajo los techos plateados de capas aislantes, o los paraísos con sus racimos de “venenitos” aplastados en el suelo.
Esas eran las canchas modestas, humildes se podrá creer, pero no para nosotros, que veíamos en ese sol y en esa pelota como una parte de un mismo tesoro, el tesoro de los días sin obligaciones, el tesoro de una libertad sin el tiempo del trabajo, allá, en las canchitas de antes, las reales, las de verdad… Y estaba también el patio de la escuela especial del Estado en San Martín y casi ya Circunvalación, y la vereda de una casa en la esquina de Blandengues y Pago de los Arroyos, y la cancha ya más atrás de Los Millonarios, una cancha de 7, y otras canchas, algunas más seguro había, porque todo lo que fuera liso y extenso con algo de verde o de tierra usábamos para jugar a la pelota a fines del siglo XX.