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sábado, noviembre 16, 2024

Christine, de Stephen King

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La habilidad de King pareciera ser, entonces, la de dotar de realidad una idea absurda, y para eso usa el realismo. Por: Derian Passaglia

 

Stephen King puede sorprender por su capacidad para las ventas y el éxito, pero más debería sorprender por la capacidad imaginativa de sus argumentos, y Christine, la novela de 1983, tiene uno de los mejores: un auto asesino que persigue a sus víctimas por las calles y avenidas de Libertyville, un pueblo perdido del estado de Illinois. No había leído ni escuchado nunca un argumento semejante. ¿A quién se le podría ocurrir? Cualquier persona normal en el mundo que tuviera que enfrentarse a sostener 600 páginas con esa sola idea la abandona a las pocas páginas, con mucha suerte.

La habilidad de King pareciera ser, entonces, la de dotar de realidad una idea absurda, y para eso usa el realismo, aquel movimiento literario decimonónico despreciado por las vanguardias, contra el que combatió toda la literatura del siglo XX. Pero a diferencia de ellos, Stephen King es el mejor escritor realista del siglo XX, a pesar de que a veces se lo confunde con un escritor fantástico o de terror: su arte es el de una construcción, o mejor, debería decir, una reconstrucción armónica y sensible de la realidad, como aquellos viejos escritores del siglo XIX, como Flaubert, Dickens o Balzac, que buscaban representar la sociedad por medio de la literatura.

Dos siglos después de su consolidación, el realismo no murió, sigue más vivo que nunca en los escritores más importantes, en los más leídos. Además de reflejar la realidad al interior de lo que escribe, Stephen King mantiene la esencia popular, al menos masiva, de esos novelones publicados en diarios y folletines por entregas. Es un orgulloso escritor decimonónico pero de género, y es quizá ese desplazamiento chiquitito, apenas visible del realismo clásico, lo que lo vuelve tan grande.

En La rama dorada, Frazer cuenta que entre los pueblos nórdicos indígenas existía la creencia de que los espíritus errantes de los bosques tomaban un árbol como morada. Los árboles eran considerados sagrados y algunos otros malditos. Si alguien cortaba una rama o una hoja era decapitado, o maldiciones funestas recaían sobre su vida. En ese mundo antiguo, los árboles no eran cosas, sino parte del mismo universo que el humano, como si estuvieran animados. Stephen King actualiza la cosmovisión de los pueblos antiguos como si escribiera una leyenda moderna, donde ya no son los árboles los que funcionan como morada de espíritus sino un  Plymouth del año 1959 que fue, quizá, poseído por el espíritu de Roland Le Bay, su dueño anterior.

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