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domingo, noviembre 24, 2024

El bosque-Hudson. Segunda Parte

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Quizá, para Hudson, la naturaleza humana sea reversible, un simple espejo del universo, y quizá por eso su relación con la naturaleza sea de igual a igual… Por: Derian Passaglia

Hudson escribe igual que como observa y estudia la naturaleza: junta cosas de la calle y de los campos, como mi tío Ramón de los volquetes, y las acumula en oraciones y párrafos delicados, a los que llama bagatelas. Es un chatarrero, un ciruja, y esa chatarra que junta la vende al lector, la lectora, como si fuera un objeto maravilloso y mágico, brillando en un estante de madera, listo para encontrar su nuevo dueño, su nueva dueña, en el Mercado de Pulgas de Colegiales. Como ningún otro escritor del siglo XX, como ningún romántico alemán pudo nunca, Hudson nos hace sentir la existencia del bosque, transmite plenamente un sentimiento y no solamente su imagen encantada. Quizá sea Hudson y no Thoreau la naturaleza misma hecha literatura.

Le gusta el campo, antes que la ciudad, los pueblos chicos de Inglaterra y Argentina, donde la vida es más simple y la naturalidad de las cosas resaltan por su propio brillo. Londres es artificiosa para Hudson; en Worthing, en cambio, un pueblito al oeste del condado de Sussex, se maravilla con las respuestas de una nenita de tres años que sienta en sus rodillas, como Rimbaud la belleza, y parece más inteligente que él.

-Me llamo -se presenta la nenita- Rosa María Ángela Catalina Maude Caversham.

Hudson la estudia como si fuera una hormiga. ¿Mirará la naturaleza de los seres humanos como se persiguen las alas de un aguilucho hasta una antena en la terraza de un edificio?

-Creo -dice él- que eres una criatura más bien extraña. ¿Ya te enseñaron el abecedario?

-Eso lo aprendo yo sola -contesta Rosa María, empoderada.

-Y uno más uno son dos, ¿eso lo aprendiste también? -le pregunta Hudson, un poco midiéndose, un poco probándola.

-Sí, también -dice la nenita muy segura a no dejarse propasar con nadie.

Quizá, para Hudson, la naturaleza humana sea reversible, un simple espejo del universo, y quizá por eso su relación con la naturaleza sea de igual a igual, al punto en que puede entablar un diálogo con ella, como con una nenita de tres años.

-Entonces -le dice Hudson a la nenita, recordando la pregunta de Humpty a Alicia sobre Aritmética-, ¿cuánto es uno más uno más uno más uno más uno más uno?

Rosa María lo mira con mucha seriedad. Ese viejo verde no la iba a derrotar. Y le dice:

-¿Y puede usted decirme cuánto es dos más dos más dos más dos más dos?

En el N° 3 de 2022, de la revista Aves Argentinas, que me prestó Anna, Bernabé López Lanús (naturalista, ornitólogo, escritor y especialista en sonidos e identificación auditiva de las aves, según se define) hace una lista del mensaje que quiso dejar Hudson, como si en el fondo de sus libros hubiera una preocupación, o como si toda su vida hubiera sido entregada a una causa. Aunque suene trágico, y tal vez sea trágico, es lindo eso, porque pareciera al final, mucho después, cuando uno no tiene la posibilidad de hacerse escuchar, después de muerto, que la vida tuvo un propósito, y que por más chiquito que sea ese propósito valió la pena vivirla. La entrega de un mensaje, paradójicamente, no se hace con palabras, o no solo con palabras, también involucra los actos. La vida y la literatura, cosas que a veces uno piensa que están separadas, Hudson las junta, y para buscar el mensaje en sus libros no hay que leer sus libros ni subrayarlos, hay que conocer su vida. El mensaje es: protección de la fauna (lo que hoy sería la militancia conservacionista, dice Bernabé López-Lanús), la posibilidad del estudio de su comportamiento (hoy una especialidad: la etología), además de ser un precursor del concepto “biología de la conservación”, en su época de museos solo repletos de especímenes.

La Reina de Inglaterra se habrá sorprendido cuando debió observar el retiro de cualquier pluma como adorno en el uniforme de su guardia real. ¿A quién se le habría ocurrido semejante herejía? Cuenta López-Lanús que fue Hudson el responsable principal, y así, como un superhéroe de Marvel, pero de la tierra y la vida, salvó a tantos pájaros del mundo del desplume, en una época en la que estaban de moda las aves canoras disecadas en los sombreros de todas las señoras, sin importar la clase social. Hudson no es un gaucho, dice López-Lanús, pensando en su figura, sino un extranjero angloparlante a pesar de haber nacido en el campo rioplatense. El ser ajeno a nuestra cultura le permitió mirar objetivamente. Todo lo escribió en Inglaterra, termina su análisis López-Lanús, inclusive sus recuerdos de tomar mate. O sea que escribió todo después de los 33 años. Ayer yo cumplí 35. Tiempo y distancia siempre son largos en Hudson, como si esa medida le permitiera expresarse, muy en contra de esta época en la que todo tiene que ser ya ya ya. Empecé a escribir este libro a los 31. Ni de cerca soy el mismo que cuando empecé. Ahora miro las cosas desde una cumbre, en el final del viaje de estas notas. Y por ahora tampoco pienso en la caída, en la vuelta. ¿Un sentimiento así le habrá permitido a Hudson empezar a escribir su obra?

 

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