Y fui a la entrevista para camillero del Hospital Español, el viejo y querido, con sus largos pasillos anchos y esas baldosas como de antiguo convento, y esa fuente elegante en medio del patio… Por: Derian Passaglia
Era ese momento de la vida en que usaba remeras naranjas fluorescentes de la marca Spy y las bermudas floreadas de aquellos años en que empezaba el siglo XXI, el siglo que nació trágicamente con mi adolescencia muerta. ¿Será, por eso, que ahora vivo como esta segunda adolescencia, esta segunda adolescencia de treintañero perdido en sus mambos también muertos? ¡Ojalá no haya una tercera, no, ya está! Era ese momento crucial en el que las instituciones deciden por uno sin atender a los tiempos de la propia realidad interna: hay que elegir qué ser, hay que empezar a trabajar, hay que asumir responsabilidades, hay que hacer esto y lo otro…
Mientras no hacía nada en la pieza, jugando a escribir poemas en la computadora, esa gloriosa Pentium II que me alegraba los días grises, llamó abuelo Hugo por teléfono de línea:
-En el Hospital Español están buscando camilleros… -me dijo, como un comentario al pasar que escondía la forma de un mandato, al ver que no me preocupaba sinceramente por buscar ninguna ocupación decente, aunque por dentro me desgarrara la culpa…
Y todavía no había probado las mieles amargas de ser vidriero, la jornada extendida, el tiempo que se aplasta contra las paredes sucias de una fábrica, mientras el suelo brilla, porque las astillas de vidrio relampaguean como un polvo mágico de duendes inciertos. No había iniciado mi camino de aprendizaje burocrático de la AFIP, ni había sentido lo que es esperar el fin de semana para reposar las piernas sobre el sillón o la cama con unas medialunas de por medio a media mañana, ni habría deseado vacaciones ni un aumento del sueldo que aprieta el cogote con sus garras inflacionarias.
-Es un cansancio lindo -me había dicho abuelo Hugo en mi primera semana de trabajo como vidriero, cuando le comenté que me dolía todo el cuerpo y solo quería dormir, dormir tal vez para siempre de esa pesadilla de la que quería despertar.
Y fui a la entrevista para camillero del Hospital Español, el viejo y querido, con sus largos pasillos anchos y esas baldosas como de antiguo convento, y esa fuente elegante en medio del patio, arrancada como de un jardín europeo de prósperos tiempos. El viejo y querido Hospital Español, donde abuela Mabel lloró un día en una habitación numerada, pidiéndome que vuelva a Rosario, que no me quede en Buenos Aires… El Hospital más hermoso que haya existido alguna vez, con sus ventanales inmensos y esos techos que no tienen fin, era el teatro donde este aspirante a trabajador, convertido décadas después en un legítimo trabajador, probaba suerte con su primera entrevista de trabajo.
¿Y en qué consistía el trabajo de camillero? La verdad es que solo hacía esa fila con dos o tres chicos más ahí para darle el gusto a abuelo Hugo y volver después a casa para jugar a la computadora con mis poemitas de hojas Word y navegar también por las páginas de lenta carga del internet 1.0. ¿Qué quería decir “ser camillero”? ¿Y qué debería hacer en el caso de que me contrataran? Estaba, una vez más, desubicado en ese lugar y en ese momento, sufriendo porque no estaba donde quería, un sentimiento que me persiguió desde entonces, cada vez que ando en una que ni yo entiendo…
Los camilleros empujaban las camas blancas a rueditas llevando viejos decrépitos a los que no les quedaría mucho tiempo, algunos tan aterrados por el presentimiento de la muerte que no podían cerrar la boca. Se metían a las ambulancias y trasladaban a los fiambres o a los agonizantes o a los ensangrentados, todavía borrachos, que no sabían, y todavía conscientes, cuáles eran las consecuencias de un accidente. Parecían, los camilleros, no pensar en nada, habituados a ser parte de un ritual con punto y final. Y corrían de una sala a la otra, y bajaban y subían ascensores con túnicas de color verde agua, y el aire de un gladiador que conoce su destino, pase lo que pase…
¿Y eso iba a hacer yo? ¿Iba a estar rodeado de muerte recién apenas empezando la vida? ¿Adónde me había mandado abuelo Hugo? Y los otros aspirantes a camilleros que formaban la fila para la entrevista llevaban sus túnicas de estudiantes de medicina, sus morrales de congresos y sus brazos fuertes de gimnasio, cuando mi única gimnasia consistía en mover el mouse para dar un doble click sobre una cruz en la pantalla. Y me llevaban dos o tres cabezas, y hablaban entre ellos como si, aunque no se conocieran, entendieran sobre el tema. Y yo con mi bermuda de local de segunda marca de avenida San Martín no sabía qué me iban a preguntar ni decir en ese escritorio donde un tribunal hacía las entrevistas, un tribunal sediento por juzgar la competencia de nuevos ingresantes al horrible y maravilloso mundo de la medicina en el Hospital Español.