Hacía cuentas mentales aquel adolescente desesperado por convertirse en el Rimbaud argentino de barrio… Por: Derian Passaglia
Dieciséis o diecisiete años tenía y era un sobrio poeta que caminaba por la templada y distinguida peatonal Córdoba conversando sobre Baudelaire, el albatros, el ajenjo y Las flores del mal. Ah, sí, yo era un poeta maldito, un oscuro poeta maldito de bermuda floreada que paseaba por el centro de la ciudad, y soñaba con aterrorizar la moral burguesa, las buenas costumbres y los modales de clase media, como habían hecho en otro tiempo, en otro siglo y en otro país, mis amados poetas malditos… ¡Tenía dieciséis años y era un pichón de Arthur Rimbaud! ¡El lector de El barco ebrio, de aquellos sonetos decadentes que invitaban a desordenar los sentidos, a hacer de este mundo otro mundo! Ese era yo, sí, lo escribo y no lo creo. ¿Era el mismo que ahora escribe? Yo es otro…
Hacía cuentas mentales aquel adolescente desesperado por convertirse en el Rimbaud argentino de barrio: si Arthur Rimbaud dejó de escribir a los veintiún años, y con eso le alcanzó para cambiar radicalmente su tiempo, la poesía de su tiempo, e influir en las conciencias posteriores, y dar nombre a las cosas que existían pero que nadie había nombrado, y ser el simbolo del adolescente descarriado, de la rebeldía, del punk francés decimonónico, de la literatura vital, de la vida que no se resigna a morir en la letra impresa, y se funde con la experiencia, con el mito, con la historia… Si Arthur Rimbaud, el poeta más maldito de todos los tiempos, había dejado de escribir a los veintiuno, eso quería decir que me quedaban cuatro o cinco años para igualarlo, para ganarme el apodo del Rimbaud rosarino, criado a tardes de fútbol en el campito, aplazos en matemáticas y paquetes enteros de galletitas Pepitos. Iba a ser el Rimbaud de este país, humildemente, así que tenía que prepararme.
Lo primero que había que hacer entonces era lo básico: comprarme sus libros. Había escrito dos, eso había leído en internet, en aquel internet de antes, el de los canales de chat, el de las páginas con musiquitas midi, el inocente internet de los primeros tiempos, donde no eran tan frecuentes los pedófilos, pero igual los padres se asustaban, porque no se sabía lo que podía pasar del otro lado de la pantalla, con quién uno hablaba, con quién se relacionaba, en ese universo paralelo al real, con sus cables y sus ruidos, con esa espera interminable hasta que cargara la página, en la barrita azul de abajo… Y yo que solo leía, leía e investigaba las biografías por países de los escritores en los portales de literatura online, mi favorito era El poder de la palabra. Y así se me pasaba el día, también la noche, estudiando la forma de convertirme en Jean Arthur Rimbaud, el chico de dieciséis años que escandalizó a su maestra por los poemas que escribía, en lo profundo de la Francia rural.
Una temporada en el infierno, ese libro me quería comprar. ¡Qué título! Qué poder monstruoso para despertar la imaginación de un pibito que quería jugar a la pelota, que amaba eso y la cumbia villera y la santafesina, y tal vez algunos poemas vanguardistas que había leído en el libro de texto en la escuela, mientras la profesora explicaba cualquier otra cosa. ¿Sería real esa temporada en el infierno? ¿Hablaría, finalmente, del Diablo? ¿Qué secreto inconfesable y hereje guardaban aquellas páginas sagradas? ¿Qué tesoro insospechado se revelaría al abrir esa edición barata y sin nombre del traductor en los créditos? ¿Cómo atenuar la emoción que me producía el hecho de ir en soledad a la Librería Técnica a hacerme de un ejemplar maldito de Una temporada en el infierno? Estaba a un paso de cambiar mi vida, de ser otro, de llamarme Jean Arthur Passaglia, el adolescente que escribió Una temporada en el Trabzonspor, un cuento que jamás publiqué sobre una promesa del fútbol que se va a jugar a un club turco.
-¿Pero vos cuántos años tenés? -me preguntó la librera.
Era una señora de lentes sin marco, de cara rígida y amarilla, con el pelo blanco muy corto. Me había descolocado su cuestionamiento.
-Dieciséis o diecisiete -le dije con precisión, seguramente, una edad que ahora no recuerdo.
-Este libro no es para chicos… -dijo ella en su firmeza de librera.
¿Cómo que no? ¡Vieja de mierda! Si yo había estado leyendo todo lo que encontraba del tal Rimbaud en internet, y sabía que había escrito toda su producción a mi edad. ¿Cómo no iba a poder leer a mi maestro, a la persona que yo quería ser? Me secó el alma, y un poco también me la mató… ¡Qué manera de cagarme la tarde, señora! ¿Qué le importaba a ella si era para mí o no? Mis sueños de poeta maldito se evaporaban como el sueldo a mitad de mes, después de pagar el alquiler, los impuestos y el celular. Salía de la Librería Técnica derrotado pero no vencido, triste pero no deprimido, con ansias de revancha y una estaca clavada en el pecho, el antídoto mortal de las señoras libreras para los poetas malditos de las nuevas eras.