Paranaländer se refocila con la extraña cosmogonía padre-hijo fantaseada por el artista y escritor austríaco Alfred Kubin (1877-1959) bajo estricto éxtasis schopenhaueriano.
Oí por primera vez del pintor, grabador y dibujante, Alfred Kubin (1877-1959) en «Radiaciones . 1941-1945», los diarios de Ernst Jünger.
«Tenía que llegar a mi edad para disfrutar del encuentro espiritual con las mujeres, como me había predicho Kubin, el viejo mago».
«Por lo que me dice Otte, en Hamburgo tienen la intención de destruir el remanente de la edición de la novela de Kubin «El otro lado», que todavía se encuentra allí. Si lo lograban, no harían más que destruir el periódico. Así, con el hombre sólo pueden concebir la aniquilación de la carne».
«Kubin también me volvió a enviar desde Zwickledt uno de sus jeroglíficos, que quiero descifrar, meditando, cuando tenga más tiempo».
Luego, una carta del viejo mago Kubin de Zwickledt: sus signos astrológicos se vuelven cada vez más ilegibles para mí, pero siento que están igualmente llenos de significado».
«Lectura: Horst Lange, «El fuego fatuo», una historia ilustrada por Kubin, quien me lo envió desde Zwickledt. Este autor me tenía ya impresionado desde la primera novela por el dominio absoluto del mundo de las marismas, con su flora, su fauna y su vida meteórica. En el desierto de nuestra literatura, es uno de los pocos que domina su simbolismo y está seguro de ello. Pertenece a ese grupo obsesivo de autores orientales que algún día, tal vez, serán considerados como una escuela, pienso en nombres como Barlach, Kubin, Trakl, Kafka y otros. Estos descriptores orientales de nuestra decadencia son más profundos que los occidentales, profundizan en conexiones elementales a través de su manifestación social y llegan hasta visiones apocalípticas. Por eso son expertos: Trakl en los oscuros secretos de la putrefacción, Kubin en los mundos de polvo y moho, Kafka en los fantásticos reinos de los demonios, Lange en los pantanos, donde las fuerzas del destino viven con más fuerza, en el que incluso, por otra parte, la fertilidad se ve estimulada por ellos. Además, Kubin, que conoce a este autor desde hace mucho tiempo, me dijo un día que las malas experiencias lo abruman».
«La casa de la esquina de la Rue du Regard, frente a la prisión militar. Siempre que paso por ella recuerdo Perle, la ciudad soñada de Kubin».
Nació en Leitmeritz (Bohemia), en 1877. Publicó algunos ensayos de crítica de arte («El Trabajo del Dibujante»), una autobiografía y numerosos relatos como «Historias Burlescas y Grotescas» (1926). «La otra parte. Una novela fantástica» (1909), escrita en apenas doce semanas, concluye así: «El mismo amor posee un centro de gravedad que oscila entre cloacas y letrinas». Ilustró obras de E. A. Poe, Hoffmann, Kafka, Nerval, Strindberg, Panizza y Fiodor Dostoievski. Fue amigo de Max Dauthendey, Paul Scheerbart, Franz Marc, Munch y Odilon Redon. Se casó en marzo de 1904 con Hedwig (1874-1948), hermana viuda de Oskar A. H. Schmitz, escritor social y miembro de la bohemia de Munich. Compró una pequeña mansión en la Alta Austria, cerca del río Inn, en Zwickledt. Murió el 20 de agosto de 1959 allí mismo en Zwickledt. El mundo tenebroso y visionario del escritor y pintor del expresionismo austriaco Alfred Kubin se puede vislumbrar leyendo «Le cabinet de curiosités-Autobiographie» (1925). De él extraemos su idea cosmogónica influenciada por los filósofos pesimistas como Schopenhauer, Mainländer, Bahnsen: «Volví a Schopenhauer y, en unos cuantos días, leí, presa de un frenético ardor, sus obras más importantes. Encontré, en la desesperación que me animaba, que la concepción pesimista del mundo era la única exacta, y me embriagué de esas ideas, que estimulaban mi insatisfacción. Rumiando sueños extravagantes, escribí, la mayor parte del tiempo en el transcurso de mis paseos por el jardín inglés, todas las ideas filosóficas que me venían al pensamiento, y, finalmente, imaginé una singular cosmogonía de la que quiero exponer los extraños fundamentos. Imaginé, pues, que un principio extra-temporal en sí mismo, dotado de una existencia eterna —lo denominé como “el padre”— creaba, por una razón impenetrable, la conciencia —el “hijo”— y el mundo inseparablemente unido a él. Naturalmente yo era “el hijo”, que se mistificaba, martirizaba y perseguía —durante tanto tiempo— que le rogó al padre verdadero y gigantesco, que lo crease espontáneamente como un espejo la imagen. Así, semejante hijo podía desaparecer en cualquier momento con su mundo y ser conservado en la omnímoda existencia del padre. No habría nunca más que un hijo y, a partir de su propio conocimiento, podríamos decir comparativa y alegóricamente que ese proceso del mundo, cruel y engañoso, sólo se desarrollaría para que el padre pudiese percibir, a favor de esa confusión, su inmensa claridad e infinitud —y medirlas. A menudo, durante las horas nocturnas, llené, con las reflexiones filosóficas y poéticas del “hijo en tanto que peregrino del mundo”, docenas de cuadernos que he mantenido secretos, eludiendo las preguntas e investigaciones de mis amigos, y que sólo le mostré y leí a uno de ellos. He conservado la mayor parte, pero casi todos estaban garabateados apresuradamente y con una tal fiebre, que no pueden descifrarse. Una vez que ese período ardiente se fue cumpliendo y serenando, cogí una fuerte inflamación de garganta que me clavó a la cama durante varios días. Por esa época, dibujaba mucho y volcaba en el papel todas las fantasías y caricaturas fantasmagóricas que me pasaban por la cabeza, y que se correspondían tan bien con mi miserable estado de alma».