Y así fue como empecé a leer en el colectivo, en el 103 rojo de aquel sueño de mi adolescencia, como cantara el trovador rosarino… Por: Derian Passaglia
De zona sur a zona norte, de casa, cuando todavía era mi casa y no solamente la casa de mamá, hasta los lugares recónditos y desconocidos de la ciudad que nunca recorrí o recorreré, como si fuera otra, y yo tal vez un explorador a caballo en el Age Of Empires II. De una punta a la otra en una hora de viaje, una hora y poquito más, en el 103 rojo que cruzaba la eternal San Martín a lo largo de sus colores pálidos de carteles descoloridos, de negocios descascarados y casas bajas de dos pisos, o los chalecitos esos antes de Uriburu y las casonas nuevas de factura menemista, feas, de pasto brasilero y artificiosas palmeras; el 103 que cruzaba después 27 de febrero y agarraba Corrientes, Corrientes al fondo pasando Córdoba, y más allá Catamarca, y más allá la zona norte…
Así iba yo en el bondi, en el colectivo, vestido con la chomba blanca de cuello azul de Aluminios y Vidrios Rosario, la vidriería donde me metió papá, por recomendación, y enseguida empecé a trabajar, pero no como vidriero, no, no me iba a ensuciar las manos de esa forma… ¿Cómo, cómo yo, un sabihondo lector de William Faulkner y Fiodor Dostoievski, de Mario Benedetti, por qué no reconocerlo, cómo yo, entonces, arruinaría mis delicadas manos con las que escribo estas palabras, trabajaría sin más como un simple vidriero? Al parecer, creía, estaba para más, o esa vagancia de fondo que siempre me obligó a no pararme ni para ayudar a poner los cubiertos en la mesa, esa pereza sustancial de niño mimado, de primogénito malcriado, me destinó a ser un trabajador de cuello blanco detrás de un escritorio, mientras papá y otros vidrieros sudaban la gota gorda subiendo pesadas vidrieras al caballete de una camioneta.
Viajaba en el 103 rojo al trabajo, entraba a media mañana, tranquilito y sin apuro, y pensaba ya cuando no tuviera que trabajar, cuando me tocara mudarme a la capital del país para estudiar una carrera que me permitiera seguir leyendo libros de literatura, y no tener que trabajar, no, por lo que más quiera, ¡cómo le esquivo a la pala! ¡Qué ganas de no trabajar nunca más, de ganarme un premio gordo y salvarme para siempre! ¡Qué ganas de que el sistema capitalista cambie por simple comodidad, sí, así yo no tengo que ir a trabajar, o trabajo menos! Iba en el 103 rojo pensando en todo esto, en que era momento de hacerme grande y ahorrar para cuando tuviera que mudarme a Buenos Aires…
-Es un cansancio lindo -me había dicho abuelo Hugo por teléfono, en la primera semana que empecé a trabajar.
¿Lindo cansancio? ¡Pero si estaba destruido y ni ánimos tenía para abrir un libro, para tirarme en la cama con una novela en el pecho y hacer en definitiva lo que más me gustaba! Tenía que trabajar y el trabajo destruía las capacidades de concentración, y sumía al cuerpo en un estado de letargo infinito, y cuando quería seguir el hilo de un diálogo en una página amarillenta, o terminar un párrafo en la pluma de Alejandro Dumas, o Edgar Allan Poe, las palabras se entrechocaban y se nublaban, o se contagiaban de la rara enfermedad que yo sufría, y se iban apagando, como se apagaba la mente. El trabajo no permitía el desarrollo espiritual del individuo, el trabajo era el enemigo… No, no quiero laburar, quiero ser millonario, no quería ninguna preocupación económica, solo leer felizmente con el solcito en la cara, solo escribir mis poemitas rebeldes de aquella época.
Debía entonces administrar el nuevo tiempo que en la adolescencia era entero para mí, ahora las necesidades eran otras… Poner el despertador, despertar, tomar el desayuno con tostadas que había dejado preparadas mamá antes de ir a su propio trabajo, cambiarse, mirar la tele, tomar el colectivo, sentarme a firmar documentos o mirar una pantalla de computadora, llevar un dinero para acá, un cheque para allá, sí, yo era el Sr. Cobranza también, y la plata que transportaba no era mía, una injusticia, era de alguien más… Y entonces volvía a casa, y tenía que bañarme y comer, y todo volvía a empezar. ¿Pero cuándo, entonces, cuándo leería? ¿Cuándo escribiría mis poemas tan queridos en viejos archivos de Word perdidos?
Y así fue como empecé a leer en el colectivo, en el 103 rojo de aquel sueño de mi adolescencia, como cantara el trovador rosarino, el 103 rojo que era para mí, como el 140, un familiar querido más, los únicos dos colectivos que pasaban por el barrio. Y leía y leía, y aprovechaba esa hora de ida, y a veces de vuelta, porque el trabajo hundía al tiempo en la miseria y la decadencia del vivir, y fue así como Odiseo, en una traducción de dudosa procedencia, viajaba conmigo pero del otro lado, en otro continente y en algún remoto tiempo, hasta otro barrio, el suyo propio, en Ítaca… ¡Había sufrido veinte años! ¡Veinte años penando, naufragando por volver a la patria, sin amigos, sin Penélope, sin Telémaco! ¿De qué me quejaba? ¿Cómo podía quejarme ante la desventura del tal Odiseo? No me daba la cara para quejarme así cuando este pobre hombre había pasado las mil y una para llegar a su casa, y encontrarse encima que le querían comer la señora los pretendientes… Odiseo había sufrido mucho más que yo, y con su ejemplo me guiaba hasta el trabajo, casi sin darme cuenta, durante una hora, hora y pico.