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sábado, noviembre 23, 2024

Yo era un jugador de Pablo VI

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Las instalaciones del club Pablo VI eran mucho más grandes que las de Juan XXIII, abarcaban una manzana entera en un barrio gris de una zona a la que no había escuchado ni nombrar… Por: Derian Passaglia

Yo venía de jugar en el club Juan XXIII, es así, todos nombres papales, clubes tocados por la santa varita del todopoderoso, del Señor, y había jugado un puñado de partidos en aquellas canchitas de pasto amarronado, aunque no me había sentido tan importante para mi equipo, y eso siempre se nota, porque sobreviene lo que se conoce como un “bajón futbolístico”, una violenta depresión repentina en realidad, un triste desconocimiento de las propias capacidades, que ataca nada más que al ánimo, derrotado, vencido, y del ánimo se traslada a las piernas, de las piernas a los pies, que se arrastran por el campo los pocos minutos que le toca entrar en cancha, con el partido ya liquidado, de los pies viajan hasta los ojos y la mente, que ya no pueden hacer nada para mantener la claridad y todo se vuelve borroso…

¿El técnico de Juan XXIII era Carlini? ¿Era aquél? ¿Uno de los pocos técnicos que supo ver en mí habilidades futbolísticas diferentes? ¿Fue así como se consumó mi cambio de equipo, mi fichaje al club Pablo VI, fue Carlini quien me llevó? Las instalaciones del club Pablo VI eran mucho más grandes que las de Juan XXIII, abarcaban una manzana entera en un barrio gris de una zona a la que no había escuchado ni nombrar, en la parte oeste de la ciudad, y todo lo que veía era como en mi barrio pero ligeramente modificado por una película polvorienta de tristeza, desidia y calles salvajemente virginales, donde no había llegado Cristobal Colón, y las zanjas eran más profundas y más anchas, y los campos desolados cruzaban la línea del horizonte y se perdían en los Fonavi de allá atrás, de oscuros pasillos y escaleras sin barandas. ¡Era el barrio más triste que había visto en mi vida! Y esa tristeza se impregnaba en el alma, ¿quizá también en el juego? ¿Cómo es un jugador adolescente, de las divisiones inferiores del club Pablo VI?

Y sí, fue ese pasaje lo que me traicionó… El pasaje del “baby”, del fútbol infantil a la temible cancha de once… Mientras unos pibes fumaban faso en el baldío de atrás de la cancha, y el humo sobrevolaba por el aire como una nube invisible de florales aromas, yo sufría con el cambio de dimensiones, y con el “7” en la espalda, al que me costó adaptarme, y al que sinceramente nunca me acostumbré. ¿Qué hacía con el “7” en la espalda si toda la vida, en cancha de “baby”, había brillado con el número que representaba la humilde grandeza de los mejores, con el que Maradona alzó la copa del mundo en el 86, con la que Messi devolvió la alegría a todo un pueblo en Qatar, el número de la camiseta de Zinedine Zidane, del Lord Malcorra, del Negro Palma, de Ronhaldino, de Francesco Totti, de Antonio “Chucky” Medina?

Se suponía que el “7” era un “puntero”, como se conocía en aquella época al extremo derecho, una posición desaparecida del fútbol moderno, que ya no tira centros, que se emboba con el tiki tiki europeo y la fortaleza táctica de los jugadores físicos, de los que se matan en el gimnasio… ¡Había cambiado, ahora lo sé, el cerebro y la lentitud graciosa en su finura del 10 por la cabeza hueca de un 7 que llega al fondo y tira el centro! ¿En eso me había convertido? Los “7” del mundo, como Cristiano, como Mbappe, como Guillermo Barros Schelotto, son todos soberbios… Y esa soberbia era la que me estaba arrinconando a la intrascendencia por la banda derecha, mientras esperaba, sobre el borde de la línea de cal, que me llegara el ladrillo que tiraban por pelota en un despeje desesperado, o que el nuevo “10” de nuestro equipo se dignara a cruzar de frente, y me viera atrás de los roperos que me marcaban, y me mandara sin mandarme a correr por la banda, a mí, que todo siempre me cuesta el doble porque cargo con la cruz de la pereza, dicho en criollo, todo me da paja…

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