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viernes, noviembre 22, 2024

¿Cómo se empieza a jugar a la pelota?

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 “¿Era mi destino, como el de Teseo, como el de Ariadna, permanecer por siempre unido por un hilo invisible a la pelota…?” Por: Derian Passaglia

Ilustración de Anna Ferrer Anechina

No tiene mucha historia. Se debe tener cinco o cinco años y medio, quizá ya con los seis cumplidos, y estar en el último año del jardín, despidiéndote de una etapa, o en los albores de otra, desconocida, incierta, temible, con un guardapolvo blanco, impecable, que casi roza los tobillos, y un portafolio azulgrana en la mano… ¿Por qué me compraron ese portafolio de nene empresarial y no una mochila de colores con las tortugas ninjas estampadas? Qué vergüenza andar con ese portafolio por los pasillos de la Vigil, y cruzar una mirada en la fila de entrada con Ariadna, mientras ella brillaba con su campera rosa y sus pelos rubios duros al viento… Pero yo no sabía lo que era la vergüenza, salvo, tal vez, cuando llamó el abuelo Hugo a casa, al departamento de la calle Balcarce, y me dijo:

-¿No querés empezar a jugar a la pelota? Hay unas canchitas de fútbol a la vuelta de tu casa. Vas con un profesor, y él te enseña.

Y yo, todo tímido bajo mis cinco y medio o seis recién cumplidos, le decía que no sabía, que mejor no, porque no sabía lo que era el futbol, ni lo que era el deporte, y aunque conocía la pelota, aquella bola redonda pesada de cuero, nunca había pateado una, y me daba miedo, como me daba miedo acercarme a Ariadna, entonces solo la contemplaba a lo lejos desde el salón, mientras paladeaba su nombre en los labios, Ariadna, Ariadna… ¿Cómo podría adivinar entonces que nunca sería su Teseo? Y después, en algún momento de la siesta, otro día o esa misma tarde, debe llamar papá a casa, al teléfono de línea, y debe atender uno, en este caso yo, un yo que andaría imaginando voces y jugando con sus villanos y héroes imaginarios, con los soldaditos y las pistolas nueve milímetros de juguete:

-Andá, probá, ¿por qué no probás? -me decía papá, me decía su voz-. Probá de jugar a la pelota y si no te gusta no vas más.

Si el primer llamado había sido incómodo, el segundo ya directamente colocaba la presión sobre los hombros de un nene que solo quería seguir metido en el lavadero de su departamento, convertido en pieza por mamá y papá, porque no había más que dos ambientes, la cocina, el comedor, y paremos de contar… Y yo solo quería seguir rodeado de mis criaturas de plástico, con mi muñeco Robocop, con las guerras interminables entre soldaditos que morían como moscas, con mis enemigos fantásticos a los que derrotaba en sesiones de lucha callejera, a todo o nada, mientras mamá dormía la siesta… ¿Y cómo sería entonces jugar al fútbol? ¿Qué era lo que tenía que hacer? ¿Qué se esperaba que hiciera en aquel otro lugar desconocido, en la cancha, en el verde césped sintético de una cancha de fútbol? ¿Era mi destino, como el de Teseo, como el de Ariadna, permanecer por siempre unido por un hilo invisible a la pelota, por un mandato que no provenía de mis propios deseos, sino de la irrevocable orden de los dioses en el Olimpo, del abuelo Hugo, de papá, de la abuela Mabel? Fue la abuela Mabel, la Güelita, quien me dijo un día:

-Si vas a fútbol te compro masas secas en la panadería…

¡Ah, qué inteligentes son las mujeres! Están a años luz de estas pobres mentes cavernícolas que solo pateamos una pelota… ¡Cómo me conocía la Güelita! ¡Cómo sabía que yo era un gordo de alma, un tierno nene rechonchito que solo quería su porción de pizza de la Santa María, su coca cola, sus alfajores Tatín, y las masas secas de la panadería. No las masas finas, esas eran húmedas, con cosas raras arriba, a mí me gustan las masas secas, limpias, harinosas, de distintos tamaños y formas, pero siempre divertidas, no como las masas finas… Fuimos alegremente a la panadería, quizá yo ya vestido con los botines, las medias, el shorcito y la remera deportiva, todo listo, no faltaba nada para el debut de esta estrella humilde del deporte más hermoso del mundo, iba a jugar a la pelota, iba a hacer rodar el objeto más maravilloso del mundo por un suelo verde al ras, pero no va que la Güelita me compró las masas finas y le dije que no, que no iba a ir a jugar a la pelota, y nos fuimos a casa a comer las masas secas…

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