En la cancha vas a estar vos sola, solita con tu alma (decía la Mabel); el resto, del otro lado del alambrado… Por: Derian Passaglia
Se terminaron las excusas… La panza llena y el corazón contento, con los botines desatados, los hilos negros zarandéandose en las baldosas, caminando por Rueda, de la mano de mi abuela Mabel, o bajo la medrosa tutela de mi abuelo Hugo, o tal vez entre los ojos atentos de papá, que había sacrificado la siesta, voy por primera vez a jugar a la pelota en una cancha sintética de fútbol cinco, en esa cancha que queda por calle Italia, Italia y Rueda, pasando el hospital de niños “Víctor J. Vilela”…
Pero, ¿cómo se empieza a jugar a la pelota? El sol tiene que abrazar las hojas de los plátanos, y cubrirlos por encima, como una capa lumínica que devuelve su sombra en el toldo de los negocios. Si llueve, es conveniente que se aplace la fecha del debut; el control de la pelota mojada, el césped resbaloso, la épica del momento en los ojos nublados, es para niveles avanzados del juego. Recordá que si apenas das vuelta la cabeza y no ves a tu mamá ya te asustás, y que una vez, otra primera vez, caminando solo en la esquina de Balcarce desplegaste el billete de un peso que te habían dado y te asustaron los bigotes dadaístas de Carlos Pellegrini pero te gustó el color violeta. En la cancha vas a estar vos sola, solita con tu alma (decía la Mabel); el resto, del otro lado del alambrado.
En el buffet de la cancha se van a usar como mesas barriles de lata despintados y te van a tener que ayudar a subirte a la banqueta. Conocerás otras realidades de otras familias de otros compañeros, y te va a llamar la atención, casi como una obsesión que no vas a poder sacarte de la cabeza, la forma perfecta, calculadamente cierta en que se vincula el estilo de juego de cada persona con su personalidad fuera de la cancha. Ese es otro conocimiento, que guardarás para vos misma. Es parte de la intimidad del juego. El profesor, o el director técnico, será joven treintañero, con una gorra de visera oval y el pelo lacio, tal vez un castaño claro que revela sus raíces gringas, frondoso en los costados. Antes de entrar a la cancha, para romper el hielo, el profe va hacer un truco de magia con una moneda de cinco centavos, la que va a desaparecer entre sus dedos y aparecer mágicamente atrás de su oreja. Por primera vez, descubrís, más bien, que un sol dorado brilla en la moneda. Es un sol como hay en el cielo.
-Yo te acompaño -había insistido mi abuelo Hugo por teléfono.
Quizá el mayor miedo fuera el de verse solo dentro de la cancha, de dimensiones fantasmagóricas entre arco y arco, entre córner y córner, y no poder pedirle ayuda a nadie, ni a mamá, que estaría durmiendo la siesta o mirando el programa del doctor Socolinsky, “La salud de nuestros hijos”; ni a papá tampoco, que seguiría la práctica con los brazos cruzados sin decir ni a. La pelota no debe ir a uno, uno tiene que ir a buscarla. Como es redonda, se amolda amablemente a la plasticidad del cuerpo, y busca los huecos y los empeines. Pero vas a estar ahí, sola, en el medio de la cancha y en una jugada rápida y torpe la rodilla se te va a pelar, y te va a empezar a brotar lentamente la sangre, y vas a ver pus alrededor de la herida, un amarillo agrio que cuelga de los poros, y te vas a asustar. Siempre va a ver alguien del otro lado del alambrado, asegurate de que siempre haya alguien del otro lado. No necesariamente vivo, no necesariamente una persona. Mi abuelo Hugo estaba apoyado en el asiento de su Zanella roja. Le mostré la herida.
-No es nada -me dijo-, es un raspón.
Me fui a seguir jugando, silenciosamente, al medio de la cancha, porque entendí que un raspón no era nada, y que no importaba que me cayera y se reabriera una herida ya casi cicatrizada, no importaba… Un rasponcito no importaba…