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viernes, noviembre 22, 2024

Otro día en el paraíso

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“Estamos en 1998, año de estreno de Otro día en el paraíso. Las largas escenas de sexo, la violencia gratuita y premeditada, las venas pinchadas con jeringas eran una forma de mostrar lo oculto…” Por: Derian Passaglia

Larry Clark es un director de cine independiente gringo, de esos que suelen llamar “de culto”, que dirigió películas como Kids: chicos y chicas adolescentes de New York a la deriva, que toman drogas y tienen sexo y hablan del sida. Su forma estética documental, como si estuviera filmando la vida misma y no una ficción, fue novedosa en su momento, en 1995, año de su estreno. Tres años después Larry Clark dirigió esta, su segunda película, Otro día en el paraíso.

No hay ya una intención pseudo documental, Otro día en el paraíso tiene una estructura clásica, sin escenas muertas donde no pasa nada. Se trata de Bobbie, un adolescente drogadicto que roba y que vive con su novia y un amigo. Un día lo hieren feo y el tío Mel, un traficante de droga, interpretado por el mágico James Woods, lo salva con un pinchazo de heroína. Desde ese momento nace una nueva sociedad: Billie y su novia, Mel y su novia, arman un grupito inseparable que se dedica al tráfico de drogas.

Los yankis vienen haciendo la misma película desde los años 20, cuando Chaplin estrenó The kid. Ahí también había un chico solo, abandonado, sin futuro, que encuentra la protección de un vagabundo, el mismo Chaplin, con el que sobrevive en la calle. Infancias rotas, niños huérfanos, adolescentes drogadictos, perdidos en un mundo que no entrega más que asco y sufrimiento. Es como si en Estados Unidos hubieran adoptado el tema de la infancia, descubierto por Dickens, en forma de anarquía, rebeldía y miseria.

Porque esa es otra: estamos en 1998, año de estreno de Otro día en el paraíso. Las largas escenas de sexo, la violencia gratuita y premeditada, las venas pinchadas con jeringas eran una forma de mostrar lo oculto, lo que estaba pasando pero de lo que nadie hablaba, o hablaba por lo bajo, en susurros. Como en Dickens, la sociedad, o más bien sus restos, sus despojos, se encarna en tres o cuatro personajes que viven al margen de las leyes y las instituciones.

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