En un nuevo envío para los lectores de El Trueno, el escritor Derian Passaglia continúa analizando al poeta chino Wang Wei, conectado los motivos de su poesía con su propia historia personal.
Por: Derian Passaglia
Antes de Wang Wei, nunca había leído un poema donde alguien barriera. La habitación sin barrer es el título de un libro de Sharon Olds. La idea que convoca es la de suciedad y acumulación. Se me ocurren dos situaciones parecidas en dos poemas parecidos. Del primero retengo nada más que el nombre de la autora, Irene Gruss, y lo peor que puede sobrevivir de un poema: la idea general sobre lo que trata, el argumento. Una mujer lava la ropa ajena a las circunstancias históricas que le tocan vivir. De fondo está el contexto, la dictadura. El poema funciona bajo ese prisma social donde se cruza la tragedia individual y el sentimiento colectivo. Una mujer de clase media, que no sabe nada o que ignora que sabe, que solamente lava la ropa mientras afuera desaparecen personas… El segundo poema deja al sujeto fuera de la enunciación. “Vieja lavando ropa”, del rosarino Aldo Oliva, construye una imagen fija en el título. La profundidad no está dada por el espacio, sino por la capacidad reflexiva de ese sujeto que no vemos pero que está presente en la flexión intelectual, en la capacidad para adjetivar a la vieja, en las citas en francés que intercala entre verso y verso. Del poeta vemos la mente y el reflejo de su imagen en la manera de concebir a la vieja lavando ropa.
El poema de Aldo Oliva se colma de un sentido trascendental si se lo lee desde la pista que ofrece la dedicatoria: “a mi madre, i. m.”. Mi mamá también lavaba alguna ropa a mano. Se ponía guantes, esos guantes amarillos o anaranjados de goma que duran poco, enseguida se rompen, se endurecen, se pinchan. Dejaba palanganas y baldes negros con ropa enjabonada reposando al sol. Un largo alambre, atado desde el cuartito hasta el limonero, cruzaba todo el fondo. Las sábanas ondeaban en días de viento. Después hubo un ténder en casa. ¿Por eso habrán sacado el alambre? ¿O se habrá ido cuando sacaron el limonero? Me gustaba romper palitos de la ropa; me gustaban los de madera, los viejos, ennegrecidos por el tiempo. Cuando me vine a vivir a Buenos Aires descubrí que a los palitos de la ropa le decían broches. Camisas y bombachas, trapos sanitarios y mierda conviven en el poema con palabras como pífano, unívoco limo, tropos de epifanía, consanguínea tenacidad del gris. Oliva pasa de las palabras más vulgares a las más refinadas sin ensuciarse, estoico, verdadero, genuino, aparentemente objetivo; y pasa de la imagen como estampa, de la foto del título, a observar el dolor que ama en el perfil evanescente del estruje de las telas miserables en las manos de la madre.
El sujeto del octavo poema de la serie Poemas del río Wang también está ausente y se lo intuye en la mirada de alguien que barre la entrada de una casa. En la edición de Hiperión, Guillermo Dañino lo traduce como “El sendero de las acacias”; Juan Ignacio Preciado Idoeta cambia las acacias por sóforas en la traducción de Ediciones del oriente y mediterráneo, pero la interpretación del poema carece de vuelo poético y, como Dañino, opta por un verso esquemático y literal. Pilar González España, en la edición de Trotta, mantiene la ambigüedad del poema y nunca revela quién es el que barre. Para Preciado Idoeta es un criado, para Dañino un barrendero. El impersonal de González España le borra el género, la raza, la clase social, de manera tal que sea el verso siguiente, final del poema, el que anuncie y recorte a otro sujeto, esta vez definido: un monje de la montaña.
El monje que baja de la montaña es cosa seria. No es como si fuera la visita de un amigo cualquiera que justo pasaba cerca de casa y decidió tocar timbre. Como en cada poema de Wang Wei, hay que buscar el significado de la imagen detrás de las palabras. Una montaña simboliza lo inmutable, lo imperecedero. La lluvia derramada entre los hombres, olas que chocan con aguas y piedras, aguas sin hondura que fluyen al Sur, destellan y se apagan al final del bosque verde simbolizan lo perecedero, lo mutable. El reflejo de las cosas, sus sombras invertidas que traspasan las ondas cristalinas, representa lo ilusorio de la vida. La naturaleza en su conjunto enseña su carácter inmortal en un presente eterno de transformación continua. Cuando se lee montaña, río, loto, bambú, pájaro, bosque, en un poema de Wang Wei, no se debe leer bosque, pájaro, bambú, loto, río, montaña; esas imágenes que se recortan de la realidad encierran y descifran la esencia de la vida y de la muerte, el misterio de la existencia. Desde la cima de la montaña, la visión es tan amplia que el paisaje nos arroja a la eternidad. Que un monje dejara el templo, ubicado en el pico de los montes, y llegara de visita a una casa era motivo de una bienvenida honorífica. No contento con el descenso del monje al mundo terrenal, el poema va más allá de lo común y desciende hasta el piso, hasta lo más bajo. Un contraste que proviene de la filosofía taoísta y que encarna como recurso poético en la estética de Wang Wei: lo alto y lo bajo se fusionan, lo concreto y lo abstracto se saludan, la quietud y el movimiento se integran en un mismo espacio.
Alguien barre la entrada en señal de bienvenida. No es seguro que el monje llegue. Otro acierto de González España por sobre la traducción de Dañino es que expresa el deseo (quizá una de las cualidades propiamente humanas, motivo de estudio de una disciplina teórica entera) de manera indirecta, como al pasar. Dañino, en cambio, enfatiza el deseo del sujeto sobre la llegada, sobre la posible llegada del monje, por medio de signos de admiración innecesarios. El uso de signos de admiración es excesivo para la armonía que propone la poesía china, y al mismo tiempo no deja lugar a equívocos. Dañino direcciona así la lectura en un único sentido: el deseo de la llegada del monje es la única razón por la que se barre la entrada. Hay un espacio, facilitado por la sintaxis y el corte de los versos en la versión de González España, para considerar el deseo que expresa el poema como uno más entre otros, como cuando alguien dice: ojalá llueva, que tengas un lindo día, que hoy se porten bien las gatas y no hagan quilombo. Un deseo circunstancial, vaciado de ambición, que se ajusta a la imagen de alguien que barre en señal de bienvenida, señal también de purificación y limpieza espiritual.
El hecho de barrer es una de las acciones humanas más antiguas representadas en la literatura, pero de aparición casi nula. Mi abuela era portera de la escuela siete cincuenta y seis del barrio Las Flores. Según mi tía, todos los chicos y chicas que hoy están muertos o presos por narcotráfico, la saludaban y la querían. En el techo de esa escuela, las fuerzas de seguridad de la provincia de Santa Fe asesinaron a Claudio “Pocho” Lepratti de un tiro que le atravesó la garganta, una tarde calcinante de diciembre de 2001. ¡Bajen las armas -dice la letra de la canción que dijo Pocho Lepratti-, que aquí solo hay pibes comiendo!
Mi abuela era entrerriana. La primera vez que vio un colectivo fue para subirse y mudarse a Rosario con toda la familia. Vomitó todo el viaje. De chica, recortaba papeles de diarios para hacerse muñecas y un hermano, más grande y más travieso, les arrancaba las cabezas. Su mayor acto revolucionario fue cambiarse el nombre. En el documento figura como Ramona Ester Maidana, pero todos la conocíamos por Mabel. ¿Cuál habrá sido el momento de iluminación, en el que sintió oscura y profundamente la luz a su alrededor, brillando como un aura celestial, ese instante, ese instante que Wang Wei adjudica al atardecer, y a un momento específico del atardecer, cuando las luces se suspenden sobre las ramas, tiemblan en las ondas del río, quedan atrapadas en la quietud de la montaña, en que mi abuela decidió que su identidad sería otra? Mabel barría el piso de la escuela y pasaba el trapo por las aulas. El trapo era de hilos gruesos y ennegrecidos por la suciedad, adentro del balde con agua parecía un molusco de tentáculos enormes en el fondo del mar, donde no llega la luz ni el sonido, y los peces, muchos de ellos ciegos, tienen que fabricar su propia luminiscencia para sobrevivir.
A veces, traía a casa canastos con sobras de viandas que le daban a los chicos y chicas. La tortita negra es mi factura favorita. Las que traía mi abuela eran medio incomibles, gomosas, alta la masa, y un azúcar apenas rociado sobre la superficie que se quedaba pegado al paladar y era muy molesto. Iba de acá para allá, de su casa a la mía y de la mía a trabajar, en una bicicleta que parecía un triciclo gigante. Una vez la tiraron a la zanja para robársela, y desde ese día se manejó caminando.
Me daba miedo cruzar la avenida para el lado del barrio Las Flores. En el toldo de un almacén, sobre la vereda, colgaban figuras del Gauchito Gil. Iba todo cagado, a pesar de que tenía que caminar unas pocas cuadras, con el culo en la mano, midiendo cada paso, tratando de discriminar vecinos de posibles choritos. Cruzar la avenida, salir del barrio y meterme en otro de los que decían era de los más peligrosos, me enfrentaba a mi propia condición de mortal, cuestionaba mis creencias, mostraba mis límites y los reflejaba a través de mis miedos. Las Flores, como el barrio Irigoyen, era tranquilo, de casas bajas y veredas de pasto verde, amante de la siesta a la hora en que el rayo del sol está más fuerte y pega sobre el asfalto creando reflejos ilusorios en las esquinas. La ventaja de Las Flores sobre el Irigoyen era la superioridad en el nombre de sus calles (Ceibo, Dalia, Orquídea) y que tenían una escuela. El patio era enorme, en el centro de la escuela, el sol le daba de lleno al mediodía, y alrededor se ubicaban las aulas. En la punta del patio había un aro de básquet, y más allá, cuando se terminaban las baldosas, un descampado donde el pasto crecía salvaje, y después, a lo lejos, la Circunvalación, el fin de la ciudad.
En los recreos, mi abuela tejía sentada en una silla despintada, adentro de una sala exclusiva quizá para no docentes. Era oscura y chiquita, y había un armario de chapa. Había otra portera también, dando vueltas en la sala. Era gruesa y su espalda ocupaba un espacio infinito para las dimensiones de la sala. A veces sonaba una voz grave que se confundía con la estática en la radio. La portera gruesa era mucho más joven que mi abuela y aparentaba no estar muy cómoda con el hecho de estar ahí, ni con el hecho de trabajar o de tener la compañía de mi abuela. De boca de esta mujer escuché pronunciar el nombre de pila, el nombre real que mi abuela había sepultado para una parte de su vida, el nombre que no reconoció como propio, el nombre con el que nació.