Para todos los lectores de El Trueno, Derian Passaglia continua hoy escribiendo sobre algunos libros de Borges, considerados como más laterales y menos conocidos.
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Por: Derian Passaglia
Historia de la eternidad (1936)
Movimientos, movimientos abstractos, conceptuales. En estos ensayos, Borges parece divertirse con movimientos de cambios de sentidos: extrae, por ejemplo, un concepto que pertenece a la filosofía y lo lleva al terreno de la literatura. Si la idea de «eternidad» tiene una larga tradición en el desarrollo de la filosofía, Borges se encarga de recopilar en serie la historia de ese concepto desde los griegos y Platón hasta llegar al nominalismo y el siglo XVIII y XIX en el ensayo que da nombre al libro. Lo que parece un oxímoron, un lúdico artefacto verbal, una metáfora, en fin, es en Borges literal: historizar la eternidad supone ejecutar una curaduría de frases y fragmentos de escritores y filósofos que pensaron sobre el tópico en distintos momentos de la historia, como si obrara a la manera del mismísimo Foucault. Su procedimiento es el de un filósofo contemporáneo: como un arqueólogo de la palabra, un doble agente secreto de los conceptos, observa el desarrollo de una idea y sus sucesivas representaciones a lo largo de los siglos.
La eternidad se relaciona con el tiempo desde el mismo momento en que se oponen: en ella no hay tiempo. Lo eterno es lo infinito; el tiempo contiene la idea de sucesión, de cronología. Hasta acá no hay nada nuevo. Borges no lo menciona, pero se le podría preguntar: ¿qué es lo sucesivo en un relato? ¿Cómo aparece el tiempo ahí? ¿Es el lenguaje, una cadena sucesiva de palabras, la que constituye el tiempo de un relato?
La novedad en Borges aparece cuando tiene que dar su propia teoría personal de la eternidad. Si Borges fuera un equipo de fútbol, la filosofía sería su defensa, la literatura su ataque. Ahí juega su fútbol total. Cuando Borges tiene que referir a la filosofía con sus propias palabras recurre a una anécdota personal, a la literatura: cuenta una revelación que tuvo durante un paseo nocturno en Barracas. El tiempo, concluye, es una ilusión. Agrego: una ilusión o construcción humana que, en su carácter sucesivo, el hombre puede modificar o percibir de maneras distintas.
Para Borges, esa modificación se dio durante ese paseo en el sur de la Ciudad, entre casas bajas, calles de tierra en las que «aunque su primera significación fuera de pobreza, la segunda era ciertamente de dicha». En esa revelación encuentra al barrio no idéntico al de hace treinta años, sino al mismo, al mismo barrio que conoció y que atravesó sus calles y olores y vecinos y almacenes. Cabe la pregunta: ¿no hubo tiempo para ese barrio? ¿Es Barracas eterno, como lo puede ser un sentimiento, un verso de Homero, una canción de Bad Bunny, la sonrisa de nuestras mascotas, el recorrido del 152 un miércoles al mediodía, la espera del subte en horario pico, un beso de reencuentro entre una novia y su prometido que vuelve de la guerra, las páginas del Ulises de Joyce, la sala de espera en un traumatólogo, el amor incondicional por los hijos, la esperanza de un hincha de Gimnasia, el largo aliento en las oraciones de Proust, el proceso de cocción de pastas caseras, el festejo de la palomita de Aldo Pedro Poy, el suspiro de un adolescente ante el aprendizaje del objeto indirecto en una clase de lengua y literatura? Barracas es «eterno», así, según la significación que Borges le otorga a esta palabra en el ensayo: una eternidad que se rige por la literatura.
Entre los otros ensayos destaca «Las ‘kenningar'» donde analiza el sistema de metáforas en la poesía islandesa del siglo XIII -dicho así, ahora veo, suena aburridísimo- leyéndolo como si fueran escritos producidos por poetas de vanguardia del siglo XX; «El acercamiento a Almostásim», clásica reseña bibliográfica ficticia sobre un libro y escritor ficticio; y el hermoso «Arte de injuriar», otro clásico texto en el que se divierte puteando con estilo y enseña a hacer lo propio.
El oro de los tigres (1972)
Ciego, con un bastón y unos cuantos premios al hombro, en medio de trámites burocráticos para la jubilación como director de la Biblioteca Nacional, a punto de reunir sus Obras Completas en un solo volúmen, Borges ya sabe a esta altura quién es el Otro Borges. En el prólogo a este librito de poemas se lo nota cansado: “De un hombre que ha cumplido los setenta años que nos aconseja David poco podemos esperar”. En estos poemas Jorge Luis no se repite a sí mismo, solamente reproduce la imagen que creó de sí mismo, que los lectores crearon de él y que, finalmente, el sistema literario de legitimación -críticos, editores, medios de comunicación- terminaron por definir.
Borges ya es, entonces, una literatura en sí misma, un determinado modo de producción literaria, una forma cerrada, que no tiene otra cosa para entregar más que el repertorio de sus viejos hits, como esas bandas de rocks que se separan y pasados los veinte o treinta años se vuelven a juntar. Espadas, poetas menores, antepasados, la ceguera y la vejez, el mar y los tigres, los espejos: las temáticas propiamente borgeanas encuentran en estos versos una nueva forma de nombrarse, una insistencia, como si sus obsesiones decidieran acompañarlo hasta las últimas consecuencias, hasta el último día de su vida. Más que de versos (cierta forma en que la palabra se dispone, el verbo que se elige) algunos de estos poemas parecen estar compuestos de sentencias: “sólo perduran en el tiempo las cosas / que no fueron del tiempo”; “mi destino es la lengua castellana”; “el hidalgo fue un sueño de Cervantes / y don Quijote un sueño del hidalgo”. Las búsquedas del sentido de estos mismos temas, que en sus primeros libros de poesía tenían una potencia indócil, incómoda hasta para el mismo poeta, acá se convierten en elementos solidificados y procesados.
Dos versos me deja la lectura de este libro para atesorar en la memoria. Se trata de la sexta parte de un brevísimo poema intitulado “Tankas”, que es un tipo de poesía tradicional japonesa que Borges adapta a la sintaxis española. En esos cinco versos se lamenta por no haber tenido el destino de sus antepasados, patriotas que lucharon en la batalla. Estos últimos dos versos gritan a media voz: “ser en la vana noche / el que cuenta las sílabas”. No solo se baja el precio como poeta, sino que ni siquiera es capaz de conjugar el verbo en la primera persona del singular: ser el que cuenta las sílabas habla de un trabajo técnico que no deja de lado, igualmente, la pasión (“en la vana noche”). Este ejercicio dialéctico entre emoción y técnica, entre razón y pasión, entre el arrebato y la mesura, una “imaginación razonada”, como le llama él, atraviesa toda su obra.