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domingo, noviembre 24, 2024

Cómo traducir los libros según los poetas de los noventa

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Derian Passaglia escribe sobre cómo cambió la manera de traducir libros en la década de los noventa, coincidente con los cambios sociales, económicos y culturales que se fueron dando en ese tiempo.

 

En la década de los noventa, un puñado de poetas argentinos entabló una relación extraña con la tradición. En una era de las comunicaciones rápidas, MTV, el fin de la historia, la caída del muro, el avance financiero y el crecimiento de la brecha social entre ricos y pobres, no había espacio para la cita culta porque todo alrededor se estaba degradando. ¿Cómo escribir una poesía nueva? se preguntaron estos poetas, ya nada de lo que escribían los mayores los representaba. La clave fue leer la tradición de una manera nueva, los clásicos como si fueran materia viva, literatura contemporánea.

Daniel Durand fue uno de los primeros en operar sobre la tradición a partir de una traducción que no era más que una burla a las instituciones literarias, al traducir The Raven, el famoso poema de Edgar Allan Poe, como La rabia (Chapita, 2009). La traducción de Daniel Durand es por fonética, a partir de lo que le suena al oído, guiado por el sentido de la música de las palabras y su resonancia en la lengua castellana. Esta forma novedosa de traducir habilita distintas lecturas de un mismo texto, que exige la comparación constante entre la lengua original y una traducción que parece un poema distinto, de otro autor y tiempo. Ni el significado ni la intención, lo único que sobrevive de Poe es el ritmo, la esencia misma de la poesía.

Al leer La rabia sin cotejar con el original se produce otra lectura, que se emparenta más con la vanguardia surrealista de los años veinte y el neobarroco latinoamericano de los sesenta. “Son las seis y media de la dormida medianoche y mientras tanto yo alabo el fin de la guerra de la mente” traduce Daniel Durand por “Once upon a midnight dreary, while I pondered, weak and weary”.

La traducción no es ni siquiera literal, las palabras se unen por la resonancia homofónica, el sentido de la música interna del poeta. “Nevermore”, el estribillo famoso que se repite al final del poema de Poe, va variando a lo largo de La rabia como “¡y naciendo más!”, “¡Estos merengues y no más cosas!”, “¡Inmensa heladera!”, “Mucha nieve” o “Nieve negra”, superponiendo capas de significados y sentidos en un juego de palabras en los que vale todo. Antes que nada, la poesía es un ejercicio de la libertad.

Las “traducciones Chapita” -así las llama Daniel Durand por el nombre de la editorial independiente, llevada adelante por él, en la que publicaba estos textos- ponen en crisis la idea de autor, lo problematizan. En el prólogo a Catán (Chapita, 2009), de Pablo Aguirre, se habla de las distintas versiones de un poema como un “juego de espejos”.

Cathay es un libro de poemas de Ezra Pound, que “escribió a partir de unas traducciones de la obra de Li Po hechas por Ernest Fenollosa con la ayuda de los eruditos japoneses Mori y Ariga”. Traducción sobre traducción, las versiones de Aguirre mantienen el espíritu de la poesía tradicional china “en nuestra geografía, costumbres y giros lingüísticos de la variante rioplatense, tomando distancia del original a través de la gracia, la libertad y el dislate”. Poemas como “La canción del arquero Shulze”, “La muchacha con la remera de River” o “Balada del camino a Moreno” parecen costumbristas, llanos y directos, y quizá lo sean desde una determinada lectura; pero también ponen en tensión los significados de las lenguas (castellano, inglés, mandarín), las culturas, el tiempo y el espacio, la nacionalidad y la autoría. ¿Quién es, en definitiva, el autor de los poemas de Catán? ¿Li Po, Pound, Fenollosa, Aguirre?

Catulito (Vox, 1999; Neutrinos, 2017) es un caso aparte y tiene en común con las traducciones Chapita la forma de relacionarse con la lengua aunque el lugar desde el que enuncia el poeta es distinto. Sergio Raimondi tradujo a Catulo en la Universidad Nacional del Sur en el marco de una materia de lenguas clásicas, inspirado por un profesor llamado Emilio Zaina, a quien se le dedica el libro en un texto que funciona como epílogo. Cambia el punto de vista y cambia también la forma de leer y acercarse a la poesía de Catulo, el mejor y más importante poeta del imperio romano, porque implica el ingreso de la categoría de la política en la lengua.

Cuenta Sergio Raimondi, en ese texto que funciona como una síntesis quizá de toda la poesía de los noventa, que los libros de Catulo estuvieron prohibidos durante la última dictadura militar y que traducirlo fue decir palabras que no se podían decir en un determinado contexto: “Sospechar por tanto que tal vez Catulo había estado proscripto y pensar en vínculos inverosímiles con el peronismo de la resistencia, o sopesar la cualidad de grafiti de su léxico a partir de los escritos en los baños de la estación de ferrocarril cada día más abandonada en el transcurso de su privatización, podían ser operaciones filológicamente discutibles, pero que aun así brindaban la posibilidad de reconocer las particularidades históricas, sociales y hasta económicas desde donde leíamos la aparente intemporalidad universal [de Catulo]”. Traducir es un acto político que atraviesa la literatura y la modifica.

Catulo, como Daniel Durand cuando traduce, son poetas barderos. Daniel Durand (“salame putrefacto”, “volvé a la tumba, padre!”, “punks subvencionados”) y Catulo (“Talo maricón”, “¿Toda la provincia te llama hermosa? (…) / Qué siglo tan poco sofisticado) compiten para ver cuál es el poeta más bardo, en su antigua y barrial acepción de la palabra. Las traducciones de los poetas de los noventa bardean a la tradición, se le paran de manos, de frente, no le tienen miedo ni asco. Le dicen, como Daniel Durand en un verso, “belleza me canso y te bardeo”.

 

La rabia, de Daniel Durand

P 12

Ah, distinctly I remember it was in the bleak December,

And each separate dying ember wrought its ghost upon the floor.

Eagerly I wished the morrow; vainly I had sought to borrow,

From my books surcease of sorrow, sorrow for the lost Lenore,

For the rare and radiant maiden whom the angels name Lenore,

Nameless here for evermore.

 

 P 12

Ah, distinguidamente recuerdo que fue en el bleque de diciembre.

Y comer separado, en jeans, y sin embargo, crash,

¡estos fantasmas sobre las flores!

Tempranamente tomé whisky a la mañana siguiente, vanidad, tengo el sur medio borrado desde mis libros zurcidos por tristeza, lamento por la pérdida de los leones.

Por el raro y radiante metálico rockero a quien lo ángeles llamaron

“el mejor león”

Menos llamado aquí “por siempre más”

 

Catán, de Pablo Aguirre

LA CANCIÓN DEL ARQUERO SCHULZE

Acá nos tienen, entrenando al pedo bajo un sol que parte,

preguntándonos: ¿cuándo volveremos a jugar en Primera?

Aquí estamos por haber osado jugar contra Boca:

si no teníamos ni para empezar…

Bostezamos, hacemos pases, la tocamos,

cuando el entrenador grita “arriba”, todos empiezan a llorar.

Tristeza y también egoísmo:

creo que nadie se bancaría que transfirieran a alguno.

Seguimos meta pases.

Parece que se cayó el auspicio de Fernet.

Algunos se preguntan: ¿cuándo cobraremos octubre?

¿qué pasará con el club?

El deporte no garpa: la estamos pasando como el orto.

Pero ¿para qué amargarnos? Quizá nunca volvamos a Primera.

¿Qué clubes están en los medios?

¿Qué jugadores están saliendo con modelos?

Los otros, siempre los otros.

Estamos con los caballos cansados.

No tenemos descanso: ¡tres partidos perdidos en un mes!

Los botines están nuevos y estrenamos indumentaria hace un mes,

lo que está fallando hace rato somos nosotros.

El peor enemigo del club no es Boca o River

sino nosotros, nosotros mismos.

Cuando empezamos esta campaña, la cancha estaba hermosa,

el pasto verde como para comérselo.

Ahora la tierra está pelada y dura:

el pasto muerto y el polvo vuelan con el viento.

Los muchachos se mueven lentamente,

sedientos y también con hambre.

Nuestras mentes están reunidas en un lugar desolados,

pero ¿quién sabrá de nuestro pesar?

 

Catulito, de Sergio Raimondi

32

Dale, por favor, mi dulce Ipsitilla,

colección variadísima de encantos,

ordenáme dormir la siesta con vos.

Si lo hacés, tené por favor cuidado:

nadie cierre la puerta de afuera,

no salgas vos a pasear por ahí,

tranquila quedáte en la casa lista

para nueve traca-traca seguidos.

¿Te gusta el plan? ¡Ordenámelo ya!

Tirado boca arriba y bien comido,

túnica y palio desgarro, desgarro.

 

 

*Foto de portada: Extraída del canal de Youtube “Free School”.

 

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