38.6 C
Asunción
sábado, noviembre 23, 2024

La emoción. Segunda parte

Más Leído

A través de una prosa sencilla y concisa, Sei Shônagon muestra la construcción de una emoción por medio de la forma literaria. Tal vez no se pueda comunicar una emoción, expresa el fragmento, pero sí la forma en que se la experimenta.

Por: Derian Passaglia

Estaba pensando todo esto cuando me tropecé con un fragmento de El libro de la almohada, de Sei Shônagon. El pasaje me conmovió:

  En el Quinto Mes

 En el Quinto Mes me encanta ir a una aldea en la montaña. Cuando uno atraviesa una ciénaga en el camino, una espesa capa de juncos oculta el agua y la hace parecer una extensión de campo verde, pero cuando la escolta cruza estas manchas verdes, el agua surge bajo sus pies, aunque sea muy playa. El agua es increíblemente clara y parece muy linda cuando salpica.

Cuando el camino corre entre setos, una rama suele abrirse paso y entrar en el carruaje. Uno la toma con rapidez tratando de arrancarla, pero siempre, ¡ay!, se resbala. A veces, el carruaje hace crujir una rama de artemisia que queda enredada en la rueda y que se eleva en cada vuelta y deja oler a los ocupantes su delicioso aroma.

¿La emoción estaba en el texto o estaba en mí? La diferencia parecía crucial. La emoción es una cualidad propia de la especie humana, porque un malvón, otro ser vivo igual al humano, no siente dolor, o al menos desde la perspectiva humana no pareciera que el malvón siente dolor cuando se le corta una flor ya marchita, que de hecho es beneficiosa para la planta, la ayuda a crecer con más fuerza. Es muy loco de pensar a la inversa: si me cortaran un brazo podrido que yo sé que puede volver a crecer sano, seguro me sentiría feliz, libre. Es el ser humano quien le otorga cualidades humanas a las cosas del mundo, sean objetos u otros seres vivos, proyecta su interior en el exterior, en el paisaje, en una piedra, en otros seres humanos.

Algo parecido a esa forma de reflexionar sobre lo humano y lo no humano debe estar en la base del concepto aristotélico de identificación. Los sentimientos de Sei Shônagon en la escritura son palpables, se pueden ver, y es muy fácil imaginar cómo se sentiría al tacto una rama que suele abrirse paso en el camino, ¿quién no intentó cuando era chico, o de grande, arrancar una ramita de un árbol imprudente que crecía salvaje con su copa ocupando una porción considerable de la calle? Arrancar una hoja aunque sea, en esos casos, se festeja con el puño victorioso, mostrando el trofeo, como cuando dábamos vuelta en la calesita e intentábamos arrebatarle la sortija de la mano al calesitero, que la movía nerviosa y arrogante en el aire. A través de una prosa sencilla y concisa, Sei Shônagon muestra la construcción de una emoción por medio de la forma literaria. Tal vez no se pueda comunicar una emoción, expresa el fragmento, pero sí la forma en que se la experimenta. La emoción de la autora está depositada en las imágenes del paisaje que se describe, desplazándose de lo general a lo particular: una aldea en una montaña, una ciénaga en el camino, una capa espesa de juncos, agua, y por último la playa, todo eso en un sólo párrafo, en breves palabras. En el movimiento de lo general a lo particular hay a su vez otro, porque el texto desciende de las alturas, del cielo a la tierra. La identificación se produce con la naturaleza, con las imágenes del texto, con la escritura misma; la fusión con lo natural se da a partir de la literatura, y solo recién entonces aparece la experiencia. Muchos creen que primero hay que vivir para después contarlo, o que la experiencia es más valiosa que las palabras y la literatura. Pero en El libro de la almohada de Sei Shônagon esto no es así.

Después de describir el mundo que habita, en el segundo párrafo la narradora pasa a la acción. Ese mundo es salvaje, naturalmente bello, invita a la aventura y al peligro, es envolvente porque la autora nos transporta a ese momento y a ese lugar y hace que su presente coincida con el presente de la lectura. Este recurso literario es quizá propio del realismo, que crea la sensación de realidad por medio del “estar ahí”, la inmediatez de los hechos. El lector está en el mismo lugar en que la narradora vive en carne y hueso, en el Japón del siglo X, durante la Era Heian, testigos de un viaje de una dama de compañía de la emperatriz. El narrador, por otra parte, no es testigo, y ese es un tercer movimiento del texto: parece testigo cuando en realidad es protagonista. Los sentimientos de la narradora son claros, todo le encanta y le parece lindo. Al lector le pasa exactamente lo mismo cuando lee esos dos párrafos. Sei Shônagon observa, como mi tía Tuti en la sala de cine. Pero la observación no es pasiva, no se trata solamente de una contemplación de un paisaje hermoso o terriblemente trágico, Sei Shônagon construye el paisaje mostrando cómo lo siente. Este cambio es significativo, porque el paisaje, antes que del exterior, proviene de la propia naturaleza de su ser.

Un cuarto movimiento del texto es el del carruaje, que provoca el artificio de la evocación, como si estuviera recordando el pasado. La narradora no hace explícito lo que sintió en ese momento, y esa simple abstracción de los sentimientos, genera una interpretación abierta, indeterminada, y que esa indeterminación se traslade al lector, quien debe suponer y pensar lo que la narradora siente, a la vez que estimula su propia imaginación, al evocar momentos parecidos, que resuenen en su propia experiencia. Andando en bici, en el asiento de atrás de la moto de su hermano, agarrado a su cintura, o en el colectivo, cuando es verano y las ventanillas están abiertas, ¿existe alguien capaz de desobedecer el impulso de arrancar una rama, la hoja de un árbol al paso?

La experiencia en El libro de la almohada no es previa al relato, no supone que ante un hecho determinado (una separación, un trastorno psicológico o físico, la muerte de un padre, el nacimiento de un hijo, etc) se debe narrar lo que pasó, como si lo que le pasó al sujeto fuera más importante que cómo pasa lo que pasó. Simplificadamente, se podría categorizar este tipo de relatos dentro del género de la anécdota, un relato de una experiencia vivida que tiene un mensaje o moraleja tanto para el narrador de los acontecimientos como para el lector u oyente (si convenimos que la anécdota tiene sus orígenes en la oralidad), que recibe pasivamente el relato esperando la revelación final, la justificación de la anécdota, que no es otra cosa que la razón por la cual se cuenta una anécdota. La experiencia previa al relato supone también que el narrador ya conoce la revelación, ya la sabe, y por lo tanto el lector es el único ignorante, el que debe esperar que se le enseñe lo que aprendió el narrador sobre la vida al experimentar una tragedia humana íntima, cotidiana, que le puede pasar a cualquiera.

Es paradójica la anécdota, porque narra un hecho extraordinario, fuera de lo común, como si fuera cotidiano. Este tipo de relatos, usuales en los que se conoce como literatura del yo, no están interesados en la literatura, persiguen algo más allá de ella, algo que está afuera, en lo que creen es la vida. Por eso, podrían ser explicados no con reglas literarias sino con métodos de la sociolingüística. Para William Labov, por ejemplo, las narraciones de experiencia personal son “método de recapitulación de experiencia pasada que adecúa una secuencia verbal de cláusulas a una secuencia de eventos que –se supone- realmente ocurrieron”. Se entiende que este tipo de relatos privilegia la causa de la experiencia y que el orden del relato debe coincidir con el orden en que se cuentan los hechos. Pero este tipo de literatura, tan concentrada en un hecho puntual de la experiencia personal, busca el modo de reorganizar la secuencia de hechos a través de juegos narrativos temporales y oraciones pretendidamente poéticas, como si la poesía estuviera en el nivel de la frase y no en una forma de concebir el mundo. El fin de estos relatos, su intención no manifiesta, es encontrar reglas en la vida que sirvan para aplicar a la literatura.

 

Más Artículos

Últimos Artículos