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sábado, noviembre 23, 2024

Solo la emoción perdura. Cuarta parte

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La emoción en la literatura es necesariamente teatral, porque no surge de modo naturalista sino como una exageración.

 

Por: Derian Passaglia.

 

El arte donde la emoción se transforma en lenguaje es la poesía. “Solo la emoción perdura”, el famoso verso de Pound, capta el sentido de la literatura como una totalidad. Debajo de ese verso, en ese mismo poema, aparece el lector, ya no como hermano ni semejante, sino comparado a un mozo de café: sus emociones no importan. La emoción parte del texto, vive en la forma del texto, pero pareciera que no tiene en cuenta solamente el lenguaje, ni está hecho únicamente de palabras. Esta es la confusión que se produce en cierta literatura que asocia la emoción a la vida y no a la forma literaria. Podemos recordar el momento exacto (aunque no sepamos el día, el mes ni el año) en que un libro nos cambió la forma de ver el mundo para siempre, nos mostró una perspectiva distinta con la cual empezamos a ver las cosas y ya no la pudimos cambiar. El sol entraba por la ventana y sus rayos doraban las sábanas revueltas, mirábamos el techo con los ojos en un punto impreciso, que se abría por encima del cielorraso, en el silencio de un departamento alquilado, mientras pensábamos en una página, en un estilo, en una manera de contar inédita para nosotros hasta entonces. Ese momento inolvidable es más claro y vivo que un hecho que se presenta como conmovedor en un libro.

La emoción no se aísla entonces de un contexto, asume toda su complejidad realista dentro de un universo autónomo, con sus personajes, su ritmo, su sintaxis, su tiempo, su espacio, su vocabulario, su lengua, sus recursos, sus imágenes, sus sonidos. El sentimiento va unido al sujeto, el contexto de la emoción. “Yo no escribo -dice Arturo Carrera-, escribe mi sensación, que busca esa memoria de una antigua inmediatez”. El yo recrea la emoción en acto, como si dispusiera en un escenario los elementos para que surja la emoción, se manifieste como una aparición fantasmal cotidiana, parecida a esos enfermos que una médium exorciza en El libro de la almohada de Sei Shônagon. La revolución rusa perpetuó la lógica revolucionaria, según recuerdo de un texto de  Susan Buck-Morss, conmemorándola cada año con festejos y homenajes. De esa manera, la revolución se volvía un teatro siempre vivo. La emoción en la literatura es necesariamente teatral, porque no surge de modo naturalista sino como una exageración (¿existe alguna emoción que no se presente de forma exacerbada?), un recuerdo que no se vive más que como gesto. Al presentarse como recuerdo, el yo la actualiza y la vuelve presente, la escenifica en un lugar y un tiempo determinados. Ese teatro, drama trágico o cómico, es la forma de la emoción.

Borges destaca la forma breve de la prosa de Sei Shônagon. La concisión, la enumeración y la brevedad la vuelven poética. La poesía de Sei Shônagon está contenida en sus imágenes hermosas y detalladas, como la del delicioso aroma de una rama de artemisia que cruje bajo las ruedas de un carruaje. Si para el yo que escribe el teatro es la forma y el contexto de la emoción, la poesía constituye su puesta en escena, los elementos que se observan en el escenario y vuelven real lo que parece solo gesto e imaginación, aquello que la literatura del yo considera “mentira”. La poesía habilita el lenguaje de las emociones, las muestra como son. Mucha de la autoficción contemporánea recurre por eso mismo a la elaboración de un lenguaje poético, frases sutiles de orfebrería, cuidadas, delicadas; cuando en realidad la poesía no dice la emoción en un nivel superficial, sino que solo puede mostrarla profundamente como una “antigua inmediatez” vuelta memoria.

Al Kaspar Hauser de Herzog, recreación de la leyenda del niño salvaje que creció en cautiverio, una lágrima le rueda por el cachete cuando acerca el dedo índice a la llama de una vela. No sabe hablar, no tiene lenguaje. Cuando conté la escena de la película en una clase un alumno me señaló los problemas de verosímil: “¿y por qué no gritó?”. Es cierto, Kaspar Hauser no grita, llora en silencio, como lloraba la Tuti retorcida en la butaca de felpa roja, mientras los destellos de luz de Rose le iluminaban de a ráfagas la cara silenciosa. Yo no dije nada, me callé. ¿No pude hablar? ¿Los nervios me comieron la lengua? ¿El hecho me descolocó hasta paralizarme? ¿Por qué no lloré con la Tuti ni la agarré de la mano ni sentí lo que ella sentía? No hay un antes ni un después, todo lo que recuerdo de la primera vez de Titanic es a la Tuti llorando sin parar, eternamente, sola y en lo oscuro.

 

Foto: Morris J. Lucree, U.S. armed forces, UMKC School of Law / Public domain

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